Monsiváis: "Un mara es un nómada tatuado"

Lo que se sabe con rigor de la Mara Salvatrucha no es la distribución de sus clicas (células, de clique o de click, quién podrá averiguar el origen de las palabras que surgen ante las realidades innombradas), ni el que a sí mismos se llamen cipotes (chavos, jóvenes), ni su geografía del arrasamiento, ni su convivencia con los cárteles de la droga (del Golfo, de Ciudad Juárez, de San Marcos en Guatemala, con todo y las narcorrutas que ya reclaman un cartógrafo como Américo Vespucio), ni sus ritos de iniciación, ni sus ejercicios de exterminio, ni las oleadas de pavor de los migrantes al verlos, ni su dominio feudal de los furgones del ferrocarril en la zona maya, ni las historias de terror y mutilación a su paso: de todo esto se conocen las crónicas y los reportajes donde el escándalo cubre realidades bastante más despiadadas, o por notas televisivas infrecuentes. De los maras lo que en verdad más se sabe o conoce –la esencia de su registro en la sociedad– es su aspecto. Como los ven, los adivinan; como los adivinan, les tienen miedo.
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¿Cómo se identifica un mara salvatrucha? Por la mirada fiera, una mirada que –es de suponerse– se entrena todo el tiempo en la tarea de sembrar pavura (su posesión más apreciada es la inmovilidad que provocan), y por el lenguaje corporal que anuncia bravata y destrucción, y por los tatuajes, el cuerpo sembrado de visiones y números, representaciones de la piedad (vírgenes) o del mal (serpientes sobre todo, figuras humanoides con cuernos), o de corazones atravesados con flechas (el más común), o de iniciales, o de jeringas hipodérmicas o de los haberes necrológicos (algunos tatuajes son a modo de muescas en el revólver, señales de los homicidios a cuenta del portador), o del número 13 (la M del alfabeto junto a la S de banda feudal), o de garras afiladas o… ¿Quién cataloga? En materia de tatuajes el infinito es un cálculo prudente.
Y además de la mirada, del lenguaje corporal y los tatuajes, el mara ostenta el resultado de las demasiadas cervezas y los interminables rones y tequilas, las demasiadas noches en blanco, las demasiadas inmersiones en el crack o el cemento o el pegamento, la demasiada música vivida como la sublevación de la especie, las demasiadas cicatrices (matan y se matan entre ellos, los signos de las heridas son las medallas de la supervivencia), la demasiada seguridad en las armas, esa prolongación vitalísima de las manos, ese certificado de impunidad relativa.
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¿Cuándo surgen los Maras? ¿Por qué se llaman así? Las versiones se contraponen y convocan el Concilio de las Leyendas del Origen: Maras viene de Marabunta, el título en español de The Naked Jungle (1954, de Byron Haskin), el relato de una invasión de hormigas rojas en el Amazonas, el «encono de hormigas voraces» (Ramón López Velarde) que desata el espanto ante el zumbido monstruoso de su peregrinación. Según otros, mara es el equivalente centroamericano de pandilla, y –aquí las versiones concuerdan– Salvatrucha viene de salvadoreño alerta (trucha: espabilado), al que nunca sorprende el enemigo. Los maras emergen en el ámbito de los gangs hispanos en East Los Ángeles, entre las calles 13 y 18 –hágasele caso a los datos del proyecto mitológico– donde confluyen salvadoreños, hondureños y algunos guatemaltecos. Los primeros son salvadoreños y –al parecer– el creador es el Flaco Stoner en 1969. (¿De qué habrá muerto, porque un mara longevo no se concibe?). Los repatrian o por nostalgia vuelven a sus sitios natales, pero llevan la decisión de volver adonde sea de modo interminable: un mara es un nómada tatuado en donde puede (cara, pecho, espalda, tobillos incluso), es un aventurero que deposita en el ir y venir el sentido de su biografía, es un grafittero orgánico (si no marca se desorienta), es un prófugo de la legión de comunicológicos, sociológicos y politólogos que desean constituirse en taxidermistas de la violencia juvenil

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