La pena es una consecuencia lógica de la transgresión o violación de las leyes, debidamente verificada. Mediante su aplicación, señala el profesor Alberto Arteaga Sánchez, el individuo señalado por la comisión de un delito pierde o queda restringido en alguno de sus derechos.
La pena debe guardar una proporcionalidad con la gravedad del delito. Según Beccaria, ésta debe ser diseñada para que produzca “la impresión más eficaz y más duradera sobre los ánimos de los hombres, y la menos atormentadora sobre el cuerpo del reo”. Entonces, su valor deriva no sólo por lo que ella representa como reacción ante un delito, sino también por el sentido pedagógico que su aplicación tiene sobre el resto de la sociedad. Al hacerse públicos tanto el delito como la pena para quien lo comete, en condiciones de justicia, es de suponerse que el resto de la sociedad se abstendrá de seguir el camino del delincuente.
La imposición de penas, corporales o de cualquier otro tipo, tiene que ver con los hechos punibles considerados en un caso y las sanciones previstas para ellos en las leyes ya existentes. No es, por lo tanto, el producto de un capricho del magistrado. Se supone que los legisladores de un Estado tienen una visión general de las conductas delictivas, y que esto les permite señalar cuáles de ellas ameritan un reproche más severo que las demás. No se puede condenar a muerte a un ladrón de gallinas. No sólo por lo que un robo como éste representa al ser considerado en forma aislada o individual, sino también porque dejaría un margen muy estrecho o nulo para la penalización a delitos mucho más graves, como por ejemplo el homicidio.
¿Cuál sería entonces la sanción justa para un delito como el secuestro? En el secuestro, una persona es privada de su libertad hasta que quien la tiene cautiva recibe algo a cambio. Puede ser una suma de dinero, alguna prenda o incluso alguna reivindicación de orden político o religioso.
Algunas legislaciones conceptúan al secuestro entre los delitos contra la propiedad. Y si bien es cierto que el delito se concreta con la solicitud de una retribución, generalmente monetaria, también se debe considerar que el problema de fondo no se reduce a una simple suma sino a la vida y a la libertad de personas generalmente inocentes.
Por otra parte, el secuestro tiene un efecto expansivo sobre todo el entorno familiar, laboral y afectivo de la víctima, por lo que en cierta forma todos los que pertenecen a esos círculos también pasan a ser víctimas. Incluso, a veces se puede pensar en algunos casos que las verdaderas víctimas de un secuestro no son los cautivos, sino las organizaciones para las que él o ella laboran. Este es el caso de los gerentes bancarios o petroleros.
Las historias, a menudo desgarradoras, que relatan los secuestrados suscitan gran sensibilidad en la población. En este sentido, es difícil figurarse cómo un delito de este tipo puede estar en la misma categoría que el robo o el hurto, cuyas penas resultan irrisorias y absolutamente desproporcionadas con respecto al daño ocasionado.
Sin duda, el secuestro debe tener una sanción lo suficientemente severa como para que los delincuentes lo piensen dos veces antes de ejecutarlo. Desde el punto de vista del hampón, podríamos decir que los delitos son escogidos en el menú sobre la base de consideraciones de costo y beneficio. Es como una compra: ¿cuántos años puede perder en prisión si escoge un secuestro en vez de un asalto a banco?; ¿cuánto puede ganar si tiene éxito en uno u otro?; ¿qué tan alto es el riesgo de salir herido o muerto en el intento, debido a la acción policial? Todas estas son consideraciones que efectúa un secuestrador antes de iniciar una aventura.
El incremento de las penas de prisión por los secuestros puede servir como un disuasivo. Pero es necesario tomar en cuenta que un exceso en esta materia puede elevar a niveles insospechados la violencia contra las víctimas. “La atrocidad misma de la pena hace que se arriesguen los hombres tanto más para esquivarla cuanto mayor es el mal a cuyo encuentro caminan; y hace así que se cometan nuevos delitos para huir de la pena de uno solo”, decía al respecto el tratadista milanés en su obra De los Delitos y de las Penas.
Las exigencias sobre el endurecimiento de la penalización al secuestro, hasta llegar a la cadena perpetua o a la pena capital, de ser posibles tienen que ser meditadas con extremo cuidado. No es bueno legislar por crisis. Pensemos por un momento, por ejemplo, que en un esquema en el que exista la cadena perpetua el secuestrador puede optar por el homicidio de la víctima, para evitar así que ésta lo identifique. El remedio, entonces, puede agravar la enfermedad.