Efectivos de la unidad antidrogas de la Policía Nacional colombia fueron fusilados

Los hechos son tan escalofriantes como irrefutables: el lunes 22 de mayo 10 policías de un escuadrón elite de la Dijín y un civil fueron baleados por soldados de un batallón de alta montaña del Ejército en Jamundí, Valle. Al final de la semana pasada, la zozobra y el dolor por esa tragedia eran indescriptibles. «A mí me embarga un sentimiento de tristeza muy profundo», le dijo a SEMANA el general Carlos Alberto Ospina, comandante general de las Fuerzas Militares. No era el único. El alto gobierno, comenzando por el mismo presidente Álvaro Uribe, reaccionó con firmeza y exigió explicaciones inmediatas de lo sucedido. Los interrogantes y las versiones sobre qué ocurrió, y por qué, se multiplicaron con las horas y los días. ¿Qué pasó esa tarde? ¿Cómo es posible que muriera acribillado un grupo élite de la Policía por otra rama de la fuerza pública? Basada en informaciones de testigos y entidades oficiales, y las hipótesis que manejan los investigadores, SEMANA reconstruyó los hechos de ese día, que tienen conmocionado al país.
Eran las 6:07 de la tarde del 22 de mayo cuando el mayor de la Policía Elkin Molina Aldana, de 35 años, llamó en la puerta del hogar siquiátrico Mi Casita, en Jamundí. Ese día el sol había brillado durante toda la tarde y a esa hora la visibilidad era total. Por eso varios vecinos vieron cruzar los tres vehículos que transportaban a los hombres de la Comisión para Cali (Comca), la más exitosa unidad de la Dijín en la lucha contra los narcos. Con el mayor iban cinco subintendentes, un agente y tres patrulleros. En la silla delantera del primer carro que conducía Molina iba el civil -e informante- Luis Eduardo Betancur Zamora, de 37 años.
El grupo elite había estacionado los carros dos minutos antes. Sus ocupantes se habían bajado sin mayor escándalo ni aspavientos. Iban tranquilos a pesar de que estaban en el epicentro de La Cristalina, en las goteras de Jamundí, una zona con amplia influencia paramilitar y del capo narcotraficante Diego Montoya, ‘Don Diego’.
Durante la ceremonia fúnebre de algunos de los miembros de la Dijín, el director de la Policía, general Jorge Daniel Castro, no pudo ocultar la tristeza por la muerte de sus hombres cuando recibió las condolencias del comandante de las Fuerzas Militares, general Carlos Alberto Ospina Cuando comenzó el ataque, siete de los policías se refugiaron en una cuneta de escasos 40 centímetros de alto para tratar de escapar. Los soldados les lanzaron granadas para forzarlos a salir Destrozadas por los tiros de fusil quedaron las chaquetas y las gorras de los policías de la Dijín
PUBLICIDAD Su cautela obedecía a que iban en busca de una droga que, según la información que tenían, estaba en una caleta en una finca detrás de La Casita. Otras versiones dicen que en el mismo sitio habría también varios millones de dólares escondidos. Iban armados con fusiles y portaban chalecos verdes con el letrero visible de ‘Policía’ y las gorras con el logotipo de ‘Dijín’. Por eso, el mayor se bajó y golpeó. «Yo le abrí la puerta porque me pareció gente decente», contó el administrador del siquiátrico.
Sin embargo, el mismo testigo fue sacudido por los primeros disparos. Por eso, corrió hacia el interior de Mi Casita para protegerse. Un vecino cercano pensó que habían atacado a la patrulla militar del batallón de alta montaña compuesta por 23 soldados profesionales, cuatro suboficiales y el teniente Harrison Castro. Tuvo esa impresión porque él los había visto pasar en dirección a La Cristalina hacia las 5 de la tarde.
Según su versión, el grupo de militares ascendió a una pequeña colina frente a Mi Casita y desplegó la tropa entre la maleza y los árboles. Desde allí tenían un completo dominio del lugar. Contrario a la impresión del testigo, no era un ataque contra los militares, sino que éstos disparaban contra los policías que hacía dos minutos habían llegado.
El informante civil Betancur Zamora corrió a refugiarse entre la maleza. Las primeras ráfagas alcanzaron a tres policías, entre ellos al mayor Molina, que estaba en la entrada de Mi Casita. Sus cuerpos quedaron tendidos entre la reja de entrada y el carro. Al sentirse atacados, los siete agentes restantes se lanzaron a una cuneta de cemento de 40 centímetros de profundidad y 60 centímetros de ancho, que corre a la orilla de la carretera y que separa la vía de Mi Casita. No había escapatoria por ningún lado.
Según un informe de balística, por la dirección del fuego, los soldados debieron haber hecho una acción envolvente, en forma de U. Y según la geografía del lugar, ninguno de los atacantes podía estar a más de 30 metros de distancia.
La balacera fue continua durante más de 20 minutos, según los vecinos del lugar. Desde la cuneta, los policías, dicen los testigos, en repetidas oportunidades gritaron: «No dispare, somos policías». De nada sirvió. Los soldados continuaron disparando con sus fusiles y, según los dictámenes técnicos, también con una potente ametralladora calibre punto 50 cuyo poder de fuego la hace capaz de partir en dos el tronco de un árbol. «Hacia las 6:30 sonaron varios estruendos que yo no sabría decir si eran bombas o granadas», relató una vecina que estuvo escondida durante media hora debajo de la cama. Según los elementos recogidos por los técnicos del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía (CTI), eran esquirlas pertenecientes a cinco granadas distintas.
Lo que más sorprendió a los forenses es que al realizar las necropsias encontraron que a varias de las víctimas les entró un proyectil por la nuca, y les salió por la cara «Seis de los cuerpos presentan deformación completa en el rostro», reseña el informe del Instituto de Medicina Legal de Cali, entidad que realizó las autopsias. En el lapso del ataque, el mayor Molina alcanzó a alertar del hecho, por el sistema de Avantel, a su sede en Cali y a la oficina en Bogotá: «Nos están atacando, nos están atacando. Necesitamos refuerzos». En total hubo tres llamadas de auxilio.
Desde la estación de Policía de Jamundí se enviaron dos camionetas con refuerzos de la Policía compuestos por hombres del Escuadrón Móvil de Carabineros (Emcar). Los vehículos llegaron al lugar del ataque cuando la balacera estaba en su clímax. Aunque una de las camionetas estaba plenamente identificada con las insignias de la Policía, la caravana fue atacada también por los soldados. Los dos carros con los miembros del Emcar se vieron obligados a retroceder y pedir más refuerzos.
Un tercer vehículo de la Policía con las sirenas encendidas llegó al lugar. Pero sólo a las 7:10 de la noche los agentes pudieron ingresar hasta el sitio en donde fue atacado el grupo especial de la Dijín. Encontraron a los militares en medio de la macabra situación, con los cuerpos de los policías tendidos en el piso. Los soldados estuvieron 43 minutos solos en la escena del crimen. En el lugar, sorprendentemente, sin uniforme y vestido de civil, también se encontraba el comandante del batallón de alta montaña del Ejército, coronel Bayron Carvajal.
A esa hora la noticia llegó a Bogotá. La primera reacción del ministro de Defensa, Camilo Ospina, fue exigirles al comandante del Ejército, general Mario Montoya, y al director de la Policía, general Jorge Daniel Castro, que salieran a darle la cara al país para revelarle lo que había pasado. Entonces los colombianos vieron un hecho inusual. A dos generales de la República subiendo el tono y recriminándose mutuamente por lo sucedido. El Ministro de Defensa medió y logró calmar los ánimos.
Los altos oficiales se limitaron entonces a contar escuetamente el saldo de víctimas y a reconocer que no sabían nada más. Cuando los periodistas se fueron, el Ministro recibió una llamada del presidente Uribe en la que le ordenaba ir de inmediato con toda la cúpula militar a Jamundí para averiguar qué era exactamente lo que había pasado: «Que esto no sea un segundo Guaitarilla», advirtió el Jefe del Estado, en referencia al caso del 19 de marzo de 2004, cuando siete miembros del Gaula de la Policía y cuatro civiles resultaron muertos durante una operación de una patrulla del Ejército en esa población del departamento de Nariño. En aquella ocasión, se sindicó a la Policía de haber ido en búsqueda de una caleta de droga en una operación irregular. «Este caso es completamente diferente porque aquí se trató de un procedimiento legal, hecho a la luz del día y con el visto bueno mío», repostó el general Óscar Naranjo, director de la Dijín.
Y no sólo eso. La operación estaba bajo la supervisión de la DEA, ya que esta agencia estadounidense financia y prepara a los agentes de la Comca desde tiempo atrás. Este grupo antinarcóticos tuvo su origen en el Bloque de Búsqueda que cazó a cada uno de los miembros del Cartel del Cali en la década de los 90. Luego el grupo fue orientado a seguirles las huellas a los capos del Cartel del Norte del Valle, en especial a sus jefes, ‘Don Diego’ y Wílber Varela, ‘Jabón’. Su labor había sido exitosa, pues tan sólo en los últimos seis meses habían capturado a 205 narcos y 23 extraditables.
Esa eficacia y esa limpieza hicieron que se ganaran el aprecio de Estados Unidos. De ahí que en la noche del lunes uno de los primeros hombres que llegaronal lugar fuera el agente Terry Cole, de la DEA. En un hecho inusual, este hombre lloró allí en público. Tras unos minutos, atinó a decir: «Esto tiene que ser explicado. No se debe ocultar nada a nosotros y a Colombia».
El alto gobierno tuvo la misma reacción. Visiblemente molesto, el vicepresidente Francisco Santos calificó el miércoles de «muy grave» lo que había ocurrido y enumeró los elementos que lo hacían dudar de que se hubiera tratado de un simple error. «Primero, era un operativo a la luz del día. Segundo, los señores iban identificados. Tercero, era un operativo a 500 metros de una carretera. Cuarto, por qué no quedó nadie vivo», dijo Santos. Igual de contundente se mostró el presidente Uribe. «Hemos tomado la decisión de que la Justicia Penal Militar no haga la investigación. Que la haga exclusivamente la Fiscalía General y que ésta nos ayude diciéndole con toda claridad al país todo lo que pasó, porque puede haber desastres o errores militares, pero no delitos militares». El mandatario también exigió respuestas rápidas y, en una decisión sorprendente, anunció una recompensa de 1.000 millones de pesos para los no militares que ayuden a establecer qué fue lo que realmente ocurrió. Luego, el jueves, la Presidencia aclaró que la recompensa aplicaba a cualquier información sobre narcotráfico en la región. SEMANA conoció también que el asunto es de mayor prioridad para la embajada de Estados Unidos, que se limitó a lamentar públicamente los hechos y destacar que los policías «representaron lo mejor de la fuerza pública».
La muerte
La indignación, la contundencia y las dudas expresadas en las declaraciones de Santos y Uribe aumentaron hacia el final de la semana, cuando la Fiscalía terminó la recolección de pruebas, los dictámenes forenses, balísticos y la reconstrucción de los hechos. Expertos en balística que estuvieron en el sitio elaboraron un informe preliminar en el que aseguran que los disparos de los fusiles de los militares se hicieron desde una distancia muy corta, desde donde era posible identificar a los policías por sus uniformes y distintivos. Lo mismo ocurrió con las granadas lanzadas contra los miembros de la Dijín, las cuales fueron arrojadas desde muy cerca.
En la escena fueron encontrados también 145 cartuchos de la munición disparada por los militares. De acuerdo con los dictámenes técnicos, los tres vehículos en los que se movilizaba el grupo de la Dijín tienen huellas de haber sido alcanzados sólo por 10, ocho y seis impactos de fusil, respectivamente. Para los investigadores del CTI, esto evidenciaría que los soldados esperaron a que todos los miembros de la comisión de la Dijín bajaran de los vehículos para abrir fuego contra ellos.
Otro de los puntos establecidos por los técnicos en la escena del crimen es que los cadáveres de varias de las 11 personas presentaban señales de haber sido cambiados de sitio. Se encontraron rastros de sangre junto a los vehículos, pero los cuerpos fueron hallados en otro lugar. Varios de los fusiles de dotación de los policías fueron accionados, pero no se encontraron los rastros de los proyectiles dentro del rango de tiro de un posible enfrentamiento. Uno de los puntos más polémicos tiene que ver con el informante. La necropsia demostró que había recibido tres disparos a una distancia no superior a los cinco metros.
¿Por qué pasó?
Las versiones cambiaron a través de los días. Al comienzo de la semana, los altos mandos militares dijeron que era un error militar o ‘fuego amigo’, ya que las tropas del Ejército habían visto movimientos extraños y habían reaccionado. Sin embargo, cuando se conoció que los hechos pasaron a plena luz del día en un terreno abierto con plena visibilidad, esta explicación quedó descartada.
En la tarde del martes surgió una segunda versión que señalaba que el informante de la Dijín también era del Ejército, y que habría pasado información falsa a este. Esa teoría también perdió fuerza porque no parecía lógico que el informante acompañara a la Dijín en una operación ‘suicida’. Una tercera explicación la dieron fuentes del Ejército: las tropas del batallón de alta montaña se encontraban en el lugar porque habían recibido información de que un grupo de delincuentes pretendía secuestrar a un ciudadano español que vivía en la zona. Si bien es cierto que en la región habita un español desde hace tres semanas, él no se encontraba en el lugar. La hipótesis ha sido cuestionada además porque las acciones antisecuestro son del Gaula militar, que es la unidad encargada de ese tipo de operativos.
Según conoció SEMANA, varios de los testimonios de los soldados ante la Procuraduría se contradicen. Mientras algunos afirmaron que estaban en un operativo para evitar el secuestro, otros han dicho que estaban en labores de patrullaje. Los investigadores de la Procuraduría y la Fiscalía dicen que de ser cierto que era un operativo antisecuestro, el exceso de fuerza utilizado por los militares y el aniquilamiento de los 11 hombres indicarían que la consigna no era intentar capturar a los supuestos secuestradores, sino asesinarlos.
Una última hipótesis la esgrimió el propio Presidente de la Republica, el miércoles por la noche: «Quiero decir que en el día de hoy, cuando visitaba el departamento del Cauca y el departamento del Valle, algunas personas serias me transmitieron hipótesis que me han causado preocupación, que por supuesto no puedo revelar porque tengo que contribuir con prudencia para que las autoridades competentes sean las que las estudien, pero tan pronto conocí esas hipótesis, de inmediato levanté un teléfono y llamé al Fiscal General de la Nación y las puse en su conocimiento.
Esta hipótesis, al parecer, tiene que ver con la posibilidad que el pelotón que aniquiló a los hombres de la Dijín hubiera estado al servicio de grupos de narcotraficantes que actúan en la zona. Miembros de la DEA consultados por SEMANA, y quienes adelantan su propia investigación, no descartan que los militares hayan estado protegiendo los intereses de miembros cercanos a ‘Don Diego’.
La finca que iba a ser allanada por la unidad especial de la Dijín era, de acuerdo con las informaciones de inteligencia, un lugar de tránsito y almacenamiento de droga y armas de un delincuente conocido como ‘El indio William’, uno de los lugartenientes de ‘Don Diego’. Según las investigaciones preliminares de la DEA y las autoridades, ante el acoso del grupo especial de la Dijín, ‘El indio William’ se habría comunicado con los miembros del Ejército para pedir ayuda. Todos los equipos de comunicaciones de los militares, radios, avanteles y celulares, fueron decomisados por la Fiscalía con el objetivo de verificar si efectivamente esas comunicaciones entre el ‘narco’ y los militares ocurrieron.
¿Un caso aislado?
Cualquiera de los escenarios contemplados sobre este episodio es muy grave. Si es cierto que los soldados atacaron a los policías creyendo que eran delincuentes, se estaría demostrando que algunas patrullas son capaces de hacer una operación de aniquilamiento, basada apenas en un informante, sin que haya de por medio confirmación ni inteligencia. En Colombia no existe la pena de muerte. Adicionalmente, que la comunicación entre Policía y Ejército sigue siendo escasa y, posiblemente, desconfiada. Este, sin embargo, es el escenario más benévolo. El peor es que oficiales al mando de este grupo intentaran proteger los intereses de grupos mafiosos, como lo sugieren algunas pistas que tienen los investigadores.
Esta hipótesis, de llegar a comprobarse, debería preocupar al alto gobierno, no como un hecho aislado, sino como un episodio más en una cadena de acontecimientos que revelan una problemática de fondo. Este año ya han sido varios los escándalos que involucran al Ejército. En febrero, las denuncias publicadas por SEMANA sobre torturas recibidas por soldados en un centro de entrenamiento adscrito a la VI Brigada. Poco después, la supuesta entrega de una columna guerrillera de las FARC, que resultó ser una pequeña verdad envuelta en un montaje propagandístico que, aunque aparentemente no le hizo mal a nadie, dejó maltrechas la credibilidad y la seriedad de la institución. Luego las denuncias de posibles ejecuciones extrajudiciales atribuidas a miembros de la IV Brigada, en Antioquia, y que son materia de investigación.
Situaciones de fondo pueden estar contribuyendo a que estos casos se repitan. En primer lugar, el espíritu de cuerpo que impera en las fuerzas militares, que es necesario y positivo para adelantar la guerra, se vuelve un obstáculo cuando se trata de castigar ejemplarmente las conductas corruptas o criminales de algunos individuos de la institución. El mensaje hacia adentro ha sido poco contundente, más orientado a justificar algunas de estas acciones que a castigarlas sin titubeos. Es lo que ocurrió con las torturas de los soldados, donde sólo cuando el tema estuvo en los medios de comunicación se tomaron algunas sanciones acordes con la gravedad del caso.
En segundo lugar, algunos miembros de las fuerzas militares se han acostumbrado a que los controles provengan de afuera, bien sea de la Procuraduría, de la Fiscalía o, lo que es peor, le temen más al gobierno de Estados Unidos, que usa la certificación en derechos humanos como un garrote para elevar el desempeño en esta materia. Estos controles externos son temidos, pero también mirados con desdén como un ‘síndrome’ y no como parte del ejercicio democrático. El problema es que mientras las sanciones ejemplares no vengan de adentro, esta actitud defensiva se mantendrá. El alto mando está en deuda de enviar un mensaje inequívoco de que no se tolerará ningún comportamiento delictivo. Más de allá de las circulares internas, mediante una depuración permanente y duradera que no permita que «las manzanas podridas» hagan carrera en la institución.
Por último, existe la falsa creencia de que ventilar públicamente estos problemas es dañino para la institución, y que la debilita en medio de la guerra. Se cree que si se habla de estos casos, gana la guerrilla. Esto no es cierto porque en una guerra insurgente el principal bien en disputa es la legitimidad. Y la transparencia es un componente básico de esa legitimidad. Un Ejército que tiene que pasar buena parte de su tiempo defendiéndose en tribunales, y ante la opinión pública, se aleja de su principal objetivo, que es quebrantar la voluntad de lucha del adversario. Es lo que, además, merecen los miles de soldados que ponen el pecho en los lugares más recónditos y peligrosos para defender la institucionalidad.
La tarea de modernizar a fondo el Ejército, ya no en lo logístico, sino en su mentalidad, ha estado aplazada con el pretexto de que es necesario ganar primero la guerra. Pero para ganar la guerra es necesario modernizar las fuerzas militares, en sus modos de operación, en su pensamiento. De lo contrario, vendrían muchas décadas de eventos escandalosos, señalados una y otra vez como casos aislados. Esa es la tremenda paradoja que deja como lección la triste muerte de los hombres más destacados de la Policía en la lucha contra el narcotráfico, a manos de quienes deberían ser sus aliados, y no sus verdugos.

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