A las pocas semanas de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de George W.Bush, respaldado por el Congreso, instauró una serie de medidas excepcionales para prevenir una nueva agresión. Hoy, casi cinco años después, la legalidad de éstas es puesta en duda por una opinión pública que siente sus derechos cada vez más restringidos.
«La libertad de expresión debe tener límites cuando se trata de asuntos de seguridad nacional». Esta frase, dicha a la cadena televisiva ABC por el fiscal general estadounidense, Alberto Gonzales, alborotó el avispero la semana pasada y dejó en el aire la sensación de que uno de los pilares más importantes de la democracia, el de la prensa libre, estaba siendo amenazado. Gonzales remató asegurando que a los periodistas que filtren información confidencial se les podría iniciar juicios e intervenir los teléfonos.
Las declaraciones cayeron como una pedrada dentro de la prensa. El Secretario general de Reporteros sin fronteras, Robert Ménard, en una carta abierta a Gonzales, expresó la inquietud de buena parte del gremio. «¿No tenemos derecho a temer por la libertad de prensa cuando a algunos periodistas, que por definición no guardan secretos, se les sanciona por haber hecho su trabajo, cuyo libre ejercicio está garantizado por la Primera enmienda de la Constitución?, se lee en la misiva.
El fiscal Alberto Gonzales habló de la posibilidad de juzgar a los periodistas del ‘The New York Times’ que revelaron el programa de escuchas telefónicas. George W. Bush está en una batalla con los medios de comunicación, por la divulgación de información confidencial. La prensa en general ha mostrado su preocupación por la pérdida de las libertades civiles
PUBLICIDAD El tema no es nuevo, pero sí evidencia como nunca el choque que desde diciembre pasado protagonizan el gobierno estadounidense y los medios de comunicación. El escándalo comenzó el pasado diciembre, cuando el diario The New York Times reveló un programa secreto de escuchas telefónicas y de espionaje electrónico que fue ordenado desde la Casa Blanca y llevado a cabo sobre las comunicaciones de miles de ciudadanos comunes y corrientes. Para ello, el gobierno se valió de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por su sigla en inglés) que fue la encargada de ‘chuzar’ los teléfonos, sin que en el proceso mediara una orden judicial.
Apenas la prensa reveló el programa, este se convirtió en escándalo porque para gran parte de la opinión pública significó una violación flagrante de la privacidad. Previendo lo que se le venía encima, la Casa Blanca se apresuró a defender el proyecto y a minimizar sus efectos sobre los ciudadanos. El propio Presidente reconoció que el espionaje era una realidad, pero afirmó que sólo se llevaba a cabo sobre sospechosos de tener nexos con organizaciones terroristas extranjeras y que se aplicaba únicamente a las llamadas internacionales.
Bush no se limitó a defenderse, sino que culpó al Times de cometer un «acto vergonzoso» por divulgar información que comprometía la seguridad del Estado. Pocos días después, el gobierno anunció una investigación, que en este momento sigue abierta, para hallar al responsable de esta filtración a la prensa. En ese momento, el fiscal Gonzales ya se había puesto de parte del gobierno y había defendido las escuchas telefónicas, con el argumento de que el Presidente tenía el poder constitucional para autorizar a la NSA a realizar este tipo de acciones secretas.
En ese toma y dame, el Times demandó al Departamento de Defensa, del que depende la NSA, y le exigió la documentación completa sobre el programa o, en caso de que se negara a suministrarla, la justificación para ello. La información que desde ese momento ha ido apareciendo está lejos de tranquilizar al público. Se reveló, por ejemplo, que las tres compañías más grandes de telefonía en ese país, Bellsouth, AT&T y Verizon, ayudaron a la NSA a monitorear las llamadas.
Organizaciones como La Unión Nortemericana de Derechos Civiles (ACLU, por su sigla en inglés) se han mostrado especialmente indignadas y han adelantado campañas de protesta. «Esto es una violación de la ley y de la confianza de los clientes… Piense en lo que eso significa. Acceso a las conversaciones telefónicas de oponentes políticos, reporteros y potenciales informantes», dice uno de los comunicados de la ACLU.
Para agregarle leña al fuego, el general Michael Hayden, quien dirigió el NSA durante el período en que se llevó a cabo el espionaje interno, fue elegido como el nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Hayden, quien fue postulado por el Presidente, no sólo no se ha sonrojado por el tema, sino que ha defendido su legalidad a capa y espada. Con los servicios de inteligencia en estas manos y después del escándalo, muchos temen que la libertad que tanto pregona Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo se haya convertido en ‘azadón de palo’ dentro de su propia casa.