Lo que ocurre en Guantánamo destruye la imagen de Estados Unidos como un país de leyes. Es hora de cerrar esa prisión deshonrosa.
Al amanecer del domingo pasado, una de las jaulas más custodiadas del campo de concentración de Guantánamo acusó una sombra anormal. Al acudir los guardias, hallaron que el detenido se había ahorcado con jirones de sábanas. Una pronta revisión del resto de la enorme cárcel estadounidense en el enclave cubano reveló que dos reos más habían corrido igual suerte.
La muerte de los tres supuestos terroristas ha sido un revés para Washington, que desde enero del 2002 mantiene más de 460 presos en esta cárcel donde se desconocen las leyes nacionales y los tratados internacionales de derechos humanos. Para contrarrestar la previsible indignación, algunos funcionarios dieron unas declaraciones que pasarán a la historia universal del cinismo. «No tienen el menor miramiento por la vida, ni la de ellos, ni la nuestra», acusó a los suicidas el almirante Harry Harris, comandante de la base de Guantánamo: «Es un acto de guerra asimétrica contra nosotros».
El carcelero pretendía asumir el papel de agredido por el suicidio de sus presos. Parece increíble, pero semejante barbaridad, que debería haberle costado los galones al almirante Harris, encontró eco en otro vocero oficial. «Se trata de una buena operación de relaciones públicas para llamar la atención», señaló Coleen Graffy, viceasistente del Secretario de Estado para la Diplomacia Pública. Más moderado que sus subalternos, el presidente George Bush anunció hallarse «seriamente preocupado».
El triple suicidio no es una agresión de los ahorcados ni una operación de relaciones públicas, sino una atrocidad más de las que vienen ocurriendo desde hace cuatro años en este vergonzoso campo de concentración que destruye la imagen de Estados Unidos como país de leyes. Las autoridades reconocen que son ya 25 los detenidos que buscaron suicidarse en la prisión; algunos lo intentaron más de diez veces. Los médicos lograron salvarlos, pero el domingo llegaron tarde. Otros han incurrido en reiteradas huelgas de hambre, conjuradas por el procedimiento de forzarles comida y suero.
La forma como el gobierno de George W. Bush ha conducido su guerra contra el terrorismo lo ha llevado a desconocer elementales principios del derecho internacional y de la Convención de Ginebra. Tener detenidas en condiciones degradantes e inhumanas durante más de cuatro años a cientos de personas, sin proceso ni abogado, es una aberración inaceptable. Sobre todo cuando proviene del gobierno de un país que dice luchar por la defensa de la democracia y los derechos humanos.
Si los detenidos de Guantánamo son prisioneros de guerra se les debe aplicar la Convención de Ginebra. Si no lo son, tendrían que haber sido juzgados hace tiempo. Tenerlos recluidos en ese enclave extraterritorial los mantiene en un eterno limbo jurídico, con lo cual Washington evita tener que aplicar sus propias leyes.
En estos días se estrenó en Nueva York la película El camino a Guantánamo, que cuenta los impresionantes maltratos sufridos por tres musulmanes de nacionalidad británica que fueron detenidos en el 2002 en Afganistán (a donde habían viajado a una boda) y enviados durante años a la infame prisión. Una cinta de impacto, que sacudirá la conciencia de muchos estadounidenses.
La ONU, los líderes europeos y decenas de congresistas de E.U. han protestado por el vacío legal y las comprobadas torturas que se perpetran en Guantánamo. ¿Con qué autoridad pretende Estados Unidos calificar la conducta en materia de derechos humanos de los demás países del mundo, si no solo mantiene una cárcel que nunca debió existir, sino que un horrible suceso como el triple suicidio del domingo recibe tan cínico tratamiento?
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