Los atentados con bombas del 11 de marzo en España estaban perfectamente calculados, no sólo en cuanto a la sincronización de las explosiones sino también en lo relativo al efecto inmediato que tendría en el ámbito político: crear un factor de distorsión en el proceso electoral que determinaría si la jefatura del gobierno continuaría en manos del Partido Popular o en las del candidato del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y fijar en el colectivo europeo un mensaje de rechazo a la permanencia de tropas occidentales en suelo musulmán.
Pero aclaremos las cosas: es un error monumental sugerir siquiera que los bombazos fueron la causa eficiente de la victoria lograda por José Luis Rodríguez Zapatero. El candidato opositor ciertamente estaba en desventaja frente a la opción del PP, Mariano Rajoy. Pero todo esto cambió dos días antes de los comicios pautados para el día 14 no por los ataques en sí mismos sino por el manejo que el gobierno de José María Aznar hizo de la crisis generada por ellos.
Cualquier analista más o menos avezado en cuestiones de terrorismo –y España los tiene muy buenos- hubiera sospechado desde los primeros momentos que la acción contra el sistema ferroviario en Madrid no era responsabilidad del grupo separatista Euskadi Ta Askatasuna (ETA), simplemente con observar elementos tales como los objetivos escogidos, la magnitud del ataque, la sincronización, el sentido de espectacularidad, el tipo de explosivo, la logística puesta en marcha durante la fase previa y la actitud mostrada por los voceros de la banda vasca una vez divulgada la información sobre lo ocurrido en la capital española. Todo esto basado estrictamente en la información que fluía a raudales a través de los medios de comunicación, sin contar con los informes confidenciales que seguramente saldrán en los próximos días.
No obstante los portavoces del Gobierno, con Aznar a la cabeza, se apresuraron a responsabilizar a los separatistas. Este señalamiento fue secundado por el propio Rajoy: “ETA hoy ha puesto de luto a la democracia española”, declaró. Según su propio testimonio, esta conclusión la sacó basado únicamente en datos que le habían transmitido vía telefónica. Una ligereza, por decir lo menos.
No se trata aquí de hacer leña del árbol caído. El punto es que estos atentados pusieron a Aznar y al pueblo español frente a una realidad inocultable: la participación de tropas de ese país en las guerras de Irak y Afganistán tendría consecuencias dentro del territorio hispano, allí donde está el ciudadano común, en las calles. Admitir esto desde un principio hubiera sido un gesto de entereza que quizá hubiese mantenido el cuadro electoral tal y como estaba antes del 11 de marzo. Pero también hubiese implicado en cierta forma la admisión del error que significó apoyar las operaciones militares lideradas por Estados Unidos sin contar con el consenso de los factores políticos internos.
En las horas siguientes a las explosiones el ministro de Interior español Angel Acebes aportó tres versiones sobre quiénes eran los responsables: primero ETA, luego una alianza entre este grupo y Al Qaeda, y tras la revelación del comunicado enviado a un diario londinense de lengua árabe tuvo que admitir que el grupo islámico había corrido con toda la responsabilidad por tales crímenes.
Ahora, el diario El Mundo de Madrid se pregunta: “¿Engañó deliberadamente el Gobierno a los ciudadanos?”. Este postulado arroja por supuesto un manto de duda sobre todo lo que la administración de Aznar plantee en torno al caso. En su desespero, el mandatario ordenó desclasificar documentos del Centro Nacional de Inteligencia, como para probar que sus primeras versiones estaban orientadas por lo que le decían sus despachos especializados en la materia. Peor aún. A estas alturas, el español de a pie debe estarse preguntando si sus impuestos están siendo bien invertidos.
La paradoja de todo esto es que Rodríguez Zapatero recibe la conducción de un gobierno en condiciones inmejorables. Aznar fue un estadista exitoso, que enrumbó a España por la senda del crecimiento económico y la integración con el resto de Europa. Por la salud de su país –y la del resto del mundo occidental- debe asumir la responsabilidad por los errores cometidos durante las 72 horas previas a la elección. Echarle la culpa de la pérdida del poder a los bombazos de Al Qaeda transmitiría un mensaje extraordinariamente nocivo: que estos grupos no sólo son capaces de sembrar muerte sino también de inclinar hacia donde lo deseen la voluntad de los electores.