Algunos aniversarios son ocasión para celebrar, otros abren un tiempo para la reflexión, y otros para la acción. El próximo junio marcará 40 años de que el ex presidente estadounidense Richard M. Nixon declaró una guerra a las drogas e identificó el abuso de las drogas como el enemigo público número uno. Hasta donde sé, no se planean celebraciones. Lo que se necesita, y de hecho es esencial, es reflexión… y acción.
Resulta difícil creer que los estadunidenses han gastado alrededor de un billón de dólares (cientos de millones más o menos) en esta guerra de 40 años. Difícil creer que decenas de millones de personas han sido arrestadas, y muchas encerradas en prisiones, por cometer actos no violentos que hace un siglo ni siquiera constituían delitos. Que el número de personas encarceladas por acusaciones relativas a drogas se incrementó más de 10 veces mientras la población del país apenas creció 50 por ciento. Que millones de estadunidenses han sido privados del derecho a votar no porque hayan asesinado a un conciudadano o traicionado a su patria, sino tan sólo porque compraron, vendieron, produjeron o sencillamente poseían una planta o sustancia química psicoactiva. Y que se ha permitido que cientos de miles de estadunidenses murieran –por sobredosis, sida, hepatitis y otras enfermedades– porque la guerra contra las drogas impidió e incluso prohibió que se atendiera la adicción a ciertas sustancias como un problema de salud, más que penal.
Necesitamos reflexionar no sólo en las consecuencias de esta guerra en el país, sino también en el extranjero. El crimen, la violencia y la corrupción que esta política ha ocasionado en el México actual recuerdan a Chicago en la época de la prohibición… aumentado 50 veces. Partes de Centroamérica están todavía más fuera de control, y muchas naciones caribeñas sólo pueden esperar que no sean las próximas. Se dice que los mercados ilegales de opio y heroína en Afganistán representan entre la tercera parte y la mitad del PIB de ese país. En África, el lucro, el tráfico y la corrupción ocasionados por la prohibición se extienden con rapidez. En cuanto a Sudamérica y Asia, escójase un momento y un país y las historias son en buena medida iguales, de Colombia, Perú, Paraguay y Brasil a Pakistán, Laos, Birmania y Tailandia.
Las guerras pueden ser costosas –en dinero, derechos y vidas–, pero todavía necesarias para defender la soberanía nacional y valores esenciales. Es imposible sostener tal argumento en relación con una guerra a las drogas. De hecho, la marihuana, la cocaína y la heroína son más baratas hoy que al lanzarse la guerra, hace 40 años, y están tan al alcance como entonces de cualquiera que en realidad las desee. La marihuana, que está detrás de la mitad de los arrestos por droga en Estados Unidos, jamás ha matado a nadie. La heroína es básicamente indistinguible de la hidromorfona (Dilaudid), medicamento para el dolor que cientos de miles de estadunidenses han consumido bajo prescripción médica sin sufrir efectos negativos. La gran mayoría de personas que han usado cocaína no se vuelven adictas. Cada una de estas drogas es menos peligrosa de lo que la propaganda gubernamental afirma, pero aún lo bastante para merecer normas inteligentes en vez de prohibiciones generales.
Si la demanda de estas drogas fuera dos, cinco o 10 veces la existente hoy, la oferta estaría allí. Para eso son los mercados. Y, ¿quién se beneficia de persistir con estrategias de control de la oferta, pese a sus evidentes costos y fracasos? Básicamente, dos grupos de intereses: los productores y vendedores de drogas ilícitas, que pueden ganar mucho más de lo que obtendrían si los productos estuvieran regulados legalmente en vez de prohibidos, y los oficiales de la ley para quienes la expansión de las políticas prohibicionistas se traduce en empleos, dinero y poder político para defender sus intereses.
Los gobernadores republicanos y demócratas que confrontan enormes déficit presupuestales respaldan ahora alternativas al encarcelamiento de delincuentes no violentos que hace unos cuantos años hubieran rechazado de plano. Sería una tragedia, sin embargo, si esos pasos, modestos pero importantes, desembocaran en nada más que una guerra más amable contra las drogas. Lo que en verdad se necesita es un razonamiento que identifique que el problema no es sólo la drogadicción, sino también la prohibición, y que apunte a reducir al máximo posible el papel de la criminalización y del sistema de justicia penal en el control de las drogas, y a resaltar la protección y la salud pública.
Qué mejor manera de marcar el 40 aniversario de la guerra a las drogas que romper los tabús que han impedido la franca evaluación de los costos y fracasos de la prohibición, así como de sus variadas alternativas. Apenas habrá una audiencia, revisión o análisis emprendido y comisionado por el gobierno en los 40 años pasados que se haya atrevido a intentar una evaluación así. No se puede decir lo mismo de las guerras en Irak o Afganistán o de casi cualquier otro campo de política pública. La guerra a las drogas persiste en buena medida porque quienes tienen los cordones del bolsillo enfocan su atención crítica sólo en la aplicación de la estrategia, más que en ésta misma.
La Alianza de Política sobre Drogas (EPA, por sus siglas en inglés) y nuestros aliados en este movimiento, que cunde con rapidez, se proponen romper esta tradición de negación y transformar este aniversario en un año de acción. Nuestro objetivo es ambicioso: lograr una masa crítica en la cual el impulso por la reforma exceda la poderosa inercia que ha sostenido por tanto tiempo las políticas prohibicionistas punitivas. Esto requiere trabajar con legisladores que se atrevan a plantear estas importantes preguntas, y organizar foros públicos y comunidades en línea en las que los ciudadanos puedan emprender acciones; reclutar números sin precedente de individuos poderosos y distinguidos que expresen en público su desacuerdo, y organizarse en ciudades y estados para instigar nuevos diálogos y direcciones de las políticas locales.
Cuenten con que estos cinco temas aflorarán una y otra vez durante este año de aniversario:
1. La legalización de la marihuana ya no es cuestión de si se va a hacer, sino cuándo y cómo. Encuestas Gallup descubrieron que 36 por ciento de los estadunidenses en 2005 favorecían legalizarla contra 60 por ciento que se oponían. Hacia finales de 2010, el apoyo se había elevado a 46 por ciento, en tanto la oposición había descendido a 50. La mayoría de ciudadanos en un número cada vez mayor de estados dicen ahora que regular legalmente la marihuana tiene más sentido que persistir en la prohibición. Sabemos lo que necesitamos hacer: trabajar con aliados locales y nacionales para preparar y realizar iniciativas de consultas públicas sobre legalización de marihuana en California, Colorado y otros estados; apoyar a legisladores federales y estatales en la presentación de iniciativas para despenalizar y regular la marihuana; aliarnos con activistas locales para presionar a la policía y a los fiscales con el fin de que los arrestos relacionados con la marihuana dejen de ser prioritarios, y respaldar y fortalecer a prominentes individuos del gobierno, las empresas, los medios, la academia, el mundo del espectáculo y otros campos para que respalden públicamente poner fin a la prohibición de la marihuana.
2. La sobrepoblación en las cárceles es el problema, no la solución. Tener el primer lugar mundial en población penal absoluta y per cápita es una vergonzosa distinción que Estados Unidos debería apresurarse a perder. La mejor manera de atender este problema es reducir el número de personas encarceladas por delitos no violentos relacionados con las drogas, mediante acciones como despenalizar y legalizar la marihuana, proveer alternativas al encarcelamiento para quienes no representan amenaza fuera de los muros de la prisión, reducir las sentencias mínimas obligatorias y otras sanciones severas, atender la drogadicción y otros abusos de los drogas fuera del sistema de justicia criminal y no dentro de él, e insistir en que nadie caiga en la cárcel sólo por poseer una sustancia psicoactiva, si no hay daño a terceros. Todo esto requiere acción legislativa y administrativa del gobierno, pero la reforma sistémica sólo ocurrirá si el objetivo de reducir la sobrepoblación penal es adoptado como necesidad moral por muchos sectores.
3. La guerra a las drogas es el nuevo Jim Crow. La magnitud de la desproporcionalidad racial en la aplicación de las leyes sobre drogas en Estados Unidos (y muchos otros países) es grotesca: los afro estadunidenses tienen dramáticamente más probabilidades de ser arrestados, procesados y encarcelados que otros estadunidenses que cometen las mismas violaciones a las leyes. La preocupación por la justicia racial contribuyó a motivar al Congreso a reformar el año pasado las notorias leyes que prescribían sentencias mínimas obligatorias por delitos relacionados con el crac, pero se necesita hacer mucho más. Nada es más importante en este punto que la disposición y capacidad de los líderes afroestadounidenses para dar carácter prioritario a la necesidad de una reforma fundamental de las políticas sobre drogas. No es tarea fácil, dada la desproporcionada extensión e impacto de la drogadicción entre las familias y comunidades pobres afroestadounidenses; pero es esencial, aunque sólo sea porque nadie más puede hablar y actuar con la autoridad moral requerida para trascender tanto los temores profundamente arraigados como los poderosos intereses encubiertos.
4. Ya no se debe permitir que la política venza a la ciencia –y a la compasión, el sentido común y la prudencia fiscal– al hacer frente a las drogas ilegales. Evidencia abrumadora apunta a que es más efectivo y menos costoso atender la adicción y otros abusos de las drogas como asuntos de salud y no de justicia penal. Por eso la DPA incrementa los esfuerzos por transformar la manera en que se discuten y atienden los problemas de drogas en las comunidades locales. Pensar globalmente y actuar localmente se aplica tanto a la política sobre drogas como a cualquier otro campo de política pública. Desde luego sería mejor si un presidente designara a alguien que no fuera un jefe policiaco, un general del ejército o un profesional moralista como zar antidrogas. Pero lo que en verdad importa es desplazar la autoridad en las políticas municipales y estatales sobre drogas de la justicia penal a las autoridades de salud y otras. Y la misma importancia tiene procurar que los nuevos diálogos relativos a la política sobre drogas sean informados por evidencia científica, así como por mejores prácticas dentro y fuera del país. Una de nuestras especialidades en la DPA es hacer que la gente piense y actúe fuera del marco establecido en materia de drogas y de política sobre drogas.
5. La legalización tiene que ponerse sobre la mesa, no porque sea necesariamente la mejor solución ni porque sea la alternativa obvia a los evidentes fracasos de la prohibición, sino por tres importantes razones: una, porque es la mejor forma de reducir en forma dramática el crimen, la violencia, la corrupción y otros costos extraordinarios y consecuencias perniciosas de la prohibición; dos, porque existen tantas opciones –de hecho más– para regular legalmente las drogas como para prohibirlas, y tres, porque poner la legalización sobre la mesa implica plantear preguntas fundamentales acerca de por qué surgieron las prohibiciones y si en verdad fueron o son esenciales para proteger a las sociedades humanas de sus propias vulnerabilidades. Insistir en poner la legalización en la mesa –en audiencias legislativas, foros públicos y discusiones internas en el gobierno– no es lo mismo que abogar por que todas las drogas reciban el mismo tratamiento que el alcohol y el tabaco. Es, más bien, una demanda de que los preceptos y políticas prohibicionistas dejen de tenerse por ser el evangelio y se miren como opciones políticas que merecen evaluación crítica, incluida la comparación objetiva con métodos no prohibicionistas.
Ése es el plan. Cuarenta años después de que Nixon declaró la guerra a las drogas, aprovechamos este aniversario para impulsar a la reflexión y a la acción. Y pedimos a todos nuestros aliados –de hecho, a cualquiera que abrigue reservas acerca de la guerra a las drogas– que se nos unan en esta empresa.
*Ethan Nadelmann es fundador y director ejecutivo de la Alianza sobre Política de Drogas.