Este fenómeno puede ser un cuchillo de doble filo. Podría complicar la solución del problema, pero al mismo tiempo su manifestación puede ser aprovechada en la liberación de rehenes ilesos.
El síndrome de Estocolmo tiene tres componentes, los cuales pueden no estar presentes en su conjunto en todos los casos. El primero, que los rehenes tengan sentimientos de afecto hacia los captores. Segundo, que los rehenes tengan además sentimientos negativos contra la policía y las autoridades en general. Tercero, que los secuestradores tengan sentimientos de afecto positivo a favor de los rehenes.
Examinados con objetividad, ninguno de estos factores debe sorprendernos. El sentimiento de afecto del rehén con los secuestradores puede ser el resultado de su sensación de dependencia. Después de todo, el rehén depende de su captor en todo, desde la comida y sus necesidades fisiológicas hasta la vida misma. Por eso al rehén le interesa atraer la simpatía de su captor, cada vez que sea posible.
La relación a establecer es similar a la que se crea entre el bebé y su madre. La completa dependencia del secuestrador le provoca gratitud (por no tratarlo mal) y se desarrolla en él algo así como en el niño amamantado por su mamá. De allí que los especialistas en estas cosas califican al fenómeno como una regresión a la infancia de los rehenes.
El desarrollo de sentimientos negativos contra la policía y las autoridades es una consecuencia del primer componente. A medida que esta actitud se crea, los rehenes empiezan a asumir la defensa de sus captores contra la policía, a la que se le hacen imputaciones. Para todos está claro que si el Gobierno o la policía deciden dejarlos ir sin pena alguna, habrán vencido los terroristas y quedará mal la imagen de las autoridades. En cambio, si esta idea se combina con la posibilidad de que la policía entre disparando, se llega en forma simple a la convicción de que el verdadero riesgo para la vida está en manos de las autoridades, no de los secuestradores.
El último componente del síndrome es la relación afectiva entre los captores y sus rehenes. Analizada objetivamente, su aparición es razonable. Inicialmente el rehén no tiene personalidad identificable para su captores. Para los últimos, ellos son solamente, como dijimos, valores para el trueque en la negociación. No obstante, en la medida en que la situación se va desarrollando, la proximidad inmediata entre el captor y el rehén, compartiendo las angustias de la crisis, hace que ellos se empiecen a mirar como seres humanos.
Este cambio, de ser un simple valor de trueque, por la nueva posición de ser humano, le hace más difícil al terrorista o a cualquier secuestrador causar daño a su rehén.
Los negociadores no tienen control alguno sobre el desarrollo de los dos primeros componentes del síndrome de Estocolmo. No obstante, ellos deben hacer todos los esfuerzos para provocar el desarrollo del tercer componente. En efecto, el negociador, a base de una mejor relación con el secuestrador, puede inculcarle el respeto a las condiciones humanas de sus rehenes interesándolo en el bienestar de ellos. Además, debe crear tareas que ellos deban realizar en conjunto propiciando así el ambiente adecuado para un mejor entendimiento.
Mientras se van poniendo de manifiesto los síntomas de la presencia del síndrome de Estocolmo, como estímulos positivos hacia una solución adecuada, y se empieza a notar la identificación creciente entre los captores y sus víctimas, el negociador debe permanecer atento. Esta nueva relación, favorable hasta ciertos límites, crea una nueva preocupación a las autoridades, ya que nunca se sabe qué reacción inesperada pueda producirse entre los rehenes. Es el caso de la barrera humana de protección, al final del incidente que le dio el nombre al fenómeno.