Cada caso tiene la característica que impone el secuestrador. Si el individuo está convencido de que la única forma de salir de allí es con sangre, alguien va a morir: él, el rehén o el policía. Tal fue el caso de Cúa, en que el delincuente pedía dos ataúdes (para él y su rehén). Estaba seguro del desenlace, que iba a haber sangre, y así fue.
Muy diferente al caso de Curamichate (Caracas), donde los delincuentes sostuvieron una situación de rehén dentro de una agencia de lotería durante siete horas. Esos hombres no querían morir. El jefe de operaciones del Cuerpo Técnico de la Policía Judicial utilizó como disuasivo un helicóptero. Este apenas dio unas vueltas por el lugar de los acontecimientos.
Los delincuentes salieron corriendo del local, pidiendo hablar con los policías. Después, en el interrogatorio, expresaron el miedo que les causó el ruido del aparato, ya que imaginaron que muchos policías saltarían desde el techo, con armas muy potentes.
En cambio, otros individuos prefieren recibir a tiros a los policías, a riesgo de su propia vida. Los terroristas, en otros países, dan un plazo con la advertencia de asesinar a los rehenes. Al cumplirse el lapso, cumplen la amenaza.
Como los delincuentes comunes, los delincuentes con experiencia como los terroristas tienen sus características muy particulares. El delincuente responde a una motivación banal (dinero, por ejemplo), mientras que el terrorista es fanático y está convencido de que lo que va a emprender va a cambiar el mundo, por lo que no le importa morir por la causa.