Reflexiones sobre la ética de los periodistas ante situaciones de rehenes (Parte 1)

La discusión sobre la ética se puso de moda en Venezuela. En especial la periodística. Los gobernantes la invocan, los militares la citan en sus discursos de ocaso. Todos creen saber algo sobre la materia. Parece un contrasentido: la ética debería ser perdurable, ajena a los vaivenes del tiempo y de las opiniones. En cambio la moda es efímera. Poner a la ética de moda es, en cierta forma, mandarla al circo con los leones.

Debemos ser suspicaces cuando un mandatario o un militar se empeña en recordar que los periodistas han de ceñir su actividad a una ética. En el fondo lo que persiguen es imponer un silencio o, en el más piadoso de los casos, una versión de los hechos que no los incomode.

Las encuestas dicen, grosso modo, que los medios de comunicación –principal vehículo de la información periodística- están entre las instituciones más prestigiosas del país. Pero las críticas del Poder hacia los medios de comunicación tienen un fundamento. Si se analizara más detenidamente la opinión de la gente sobre la actividad de estas empresas; si sus intereses (grandes y menudos) fuesen sometidos a un escrutinio, basado en lo que dicen y en lo que dejan de decir; y si los errores de sus profesionales de planta fuesen develados de inmediato, es probable que a la vuelta de unos años la sociedad concluya que los medios de comunicación no son tan necesarios como en un principio los creíamos. Así se explica, por ejemplo, por qué en los laboratorios sociales de los Estados Unidos han experimentado qué pasaría si toda una población se pusiera de acuerdo para no ver televisión ni leer la prensa durante un lapso.

Hay en Occidente una dirigencia convencida de que criticar a los medios de comunicación puede rendir dividendos. Que esa duda, esparcida con tesón de labriego, eventualmente puede arrojar frutos, traducidos en una merma de la credibilidad general hacia lo que la prensa, la radio y la televisión divulgan. Es una labor profundamente destructiva, pues llega a inspirar en el público una actitud escéptica hacia la información noticiosa.

“Con una severidad globalmente sumaria –nos dice Revel-, pero corriente para con los profesionales de la comunicación, así como con los dirigentes políticos, el público tiende a considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza en la mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir, pensar, hablar” (1).

Hasta ahora, esta corriente crítica ha logrado que algunos medios de comunicación, especialmente los impresos, instituyan al ombudsman del lector: una especie de defensor de los derechos del público, en contraposición a los intereses de los dueños de estas empresas.

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