Reflexiones sobre la ética de los periodistas ante situaciones de rehenes (Parte 2)

Si alguna profesión plantea retos diarios en el ámbito de la ética es el periodismo. Los periodistas, sin embargo, no solemos darnos cuenta de eso, sino en reflexiones posteriores, al final de la jornada, cuando la tarea ha concluido. Y acaso en ese momento el daño ya está hecho.

Durante las horas de trabajo los periodistas nos convertimos en puro quehacer. La jerga de esta profesión está plagada de expresiones que hablan de la maquinización del trabajo, incluso con una dosis de violencia: “Matar rápido” es concluir una tarea cuanto antes; “procesar” no es enviar a juicio sino transformar una información en algo publicable.

Hay una tendencia a restarle responsabilidad a una profesión eminentemente responsable. De esta forma, el periodismo es rebajado al plano de mera técnica u oficio. Este proceso se sustenta parcialmente en una la percepción extendida al grueso de la sociedad según la cual los periodistas son generalmente individuos de escasa formación académica, quienes yerran con frecuencia en su habla y en su escritura -principales herramientas de la profesión-, y que por lo tanto no son capaces de expresar sus ideas con claridad. Mucho menos de convertirse en ductores de la opinión pública.

De vez en cuando, sin embargo, se presentan situaciones extremas que obligan al reportero a acudir a todos sus recursos (tanto cognitivos como éticos y afectivos) para quedar conforme ante el público y ante sí mismo. Son dos facetas del fenómeno terrorista, ahora extendidas al hampa común: el secuestro y la toma de rehenes.

Debo confesar que mi evaluación sobre el desempeño de los periodistas en estos casos no es la más condescendiente. En algunos sectores, incluso, podría contribuir a reforzar aquella convicción de que posiblemente sea mejor dedicar el tiempo a la lectura de la prensa del corazón antes que a la de las páginas de política y sucesos.

No fue por casualidad que el elogio de Rafael Caldera a la revista ¡Hola! ocurrió poco tiempo después del primer gran episodio de toma de rehenes que conoció la sociedad venezolana: dos ladrones intentaron incursionar en una vivienda de una urbanización acomodada de Caracas. En el curso de la fechoría, se toparon con una patrulla de la policía local y emprendieron la huida calle abajo. Lograron penetrar en un hospital, el Urológico de San Román, pero fueron cercados.

Los reporteros se trasladaron al sitio. Colocados a prudente distancia, transmitieron el episodio en vivo. El tiempo de la negociación entre los funcionarios del orden público y los antisociales fue muy escaso. En realidad, no hubo tal, sino una fase de preparación para la salida violenta. Una periodista de televisión intentaba acompañar las imágenes captadas por su camarógrafo, ensayando una descripción de la escena que ya todos veían. Al iniciarse la balacera fue avasallada por la confusión, y se le quebró la voz. No se recobraría de su perplejidad durante el lapso en que estuvo en el aire.

En los días siguientes, la prensa escrita y los programas de opinión intentaron analizar una situación que evidentemente representaba un fracaso para toda la cadena de mando policial, desde el jefe de la operación hasta el director que, por acción u omisión, terminó avalando lo que allí ocurrió: la muerte de los hampones, de policías y de rehenes. No hubo, sin embargo, el coraje para decir las cosas con suficiente insistencia. De ejercer, pues, el papel contralor que las democracias depositan en los medios de comunicación.

*¿Por qué el coordinador de la incursión, sobre quien ya pesaban graves denuncias, fue promovido después a la jefatura de la propia policía en el estado Zulia?

*¿Por qué un cuerpo de seguridad municipal se sintió con atribuciones para “apoyar” el fuego de la Policía Judicial?

*¿Hubo responsables por estas muertes?

Todavía no hay respuestas. En la gente quedó el sabor de un escándalo inútil, pues no condujo a señalamientos concretos. El Poder supo explotar esta circunstancia para desnudar la morbosidad que a veces toma por asalto los programas de televisión, así como la llamada prensa amarillista.

Cuando los mecanismos depuradores de la sociedad no funcionan, es muy probable que los errores se repitan. En este caso, los periodistas fueron simplemente el último eslabón en una cadena de incumplimientos. No el primero, como se quiso sugerir. Un dirigente policial llegó a decir en esa oportunidad que situaciones de rehenes ocurrían casi a diario, pero que en la de San Román la prensa fue avisada con suficiente antelación. Era el reflejo de la política del avestruz. Consecuencia: al episodio ya descrito sucedió otro con apenas meses de diferencia, el de Terrazas del Ávila.

El caso aparece relatado con detalle en uno de los anexos de este libro. Lo importante a los efectos de este trabajo es recordar que, al comienzo de esa jornada, un periodista tuvo acceso a la escena del crimen (un apartamento de una residencia rodeada de policías), y desde allí entrevistó al líder de la situación de rehenes. Las imágenes salieron al aire de inmediato, sin edición previa. En un momento determinado de la conversación, el comunicador asumió el rol de negociador, poniendo en peligro las vidas de los rehenes y la suya.

Luego, al darse cuenta de que los periodistas habían llegado muy lejos, la Policía Metropolitana ensayó un anillo de seguridad. No había voceros para dar parte de lo que sucedía en un escenario cada vez más lejano para los reporteros. Uno de estos profesionales, indignado por la pérdida de su espacio para trabajar, se lió a golpes con uno de los uniformados que intentaba echarlo atrás. Esto también fue transmitido en vivo. De nuevo, los periodistas cometieron el error de convertirse en noticia.

Después vino la arremetida contra los delincuentes, totalmente anunciada, a cargo de una fuerza de tarea conformada ese mismo momento con comandos de la Disip (policía política) y de la Policía Técnica Judicial. Ya entonces uno de los ladrones se había entregado, ¡ante el Fiscal General de la República! Otro esperaba su muerte, sentado dentro de un baño, con una de las rehenes como escudo. Tanto ella como él perdieron la vida a manos de la acción policial.

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