“El periodista tiene la verdad como norma irrenunciable”, señala el Código de Ética para el ejercicio de esta profesión en Venezuela. Buscar la verdad, entendida como la confluencia de múltiples puntos de vista e informaciones sobre un mismo hecho o proceso, amerita un enorme esfuerzo diario. Aún hoy, cuando internet pareciera ponérnosla en nuestro escritorio con apenas pulsar una tecla.
Es necesario abandonar la idea de que el presente nos permite estar bien informados gratuitamente y sin gastos de energía. Hace quince años, el principal problema era la escasez de datos. Ahora, hace falta un proceso de selección en el mar de informaciones inútiles o excesivamente fraccionadas que conforman la realidad actual, y eso requiere por lo menos de paciencia y mucho trabajo. Por otra parte, la fuente primordial de la información –y de la verdad- sigue estando allá afuera, en la calle. Hay que salir de la oficina para descubrirla.
¿Hasta qué punto el periodista debe forzar la barrera para llegar a esa verdad irrenunciable?¿Se justifica poner en riesgo la vida de personas, inocentes o no, en aras de lograr una exclusiva o una simple noticia? A menudo las democracias contraponen dos derechos que les son esenciales. Por una parte, está el derecho a la vida. Por la otra, el de la información. No hay duda en cuanto a que el primero tiene una preeminencia sobre todos los demás. Por lo tanto, es de esperarse que los periodistas deban silenciar informaciones, aunque sea momentáneamente, en aras de preservar vidas. A veces, sin embargo, es posible que sea imperativo hacer todo lo contrario (informar cuanto antes) para lograr el mismo efecto.
El dilema entre informar y callar no se plantea en las sociedades totalitarias, en las que no se reconoce el valor de la libertad y de la iniciativa individuales. La responsabilidad es exigible únicamente en aquellas personas que actúan en un sistema de libertades, al menos formalmente reconocidas.
San Román fue una total novedad para los reporteros. Ni siquiera sabían a ciencia cierta si se trataba de un secuestro o de una situación de rehenes. Acudían a ambas expresiones sin distinción para designar al mismo hecho. Durante su desarrollo, los reporteros actuaron con elemental cautela. La rapidez con la que se desenvolvió la jornada les impidió trazar otras estrategias.
En el episodio de Terrazas del Avila, en cambio, hubo una decisión implícita en cuanto a que la entrevista al hampón contribuiría a dilucidar positivamente la situación de rehenes. El primer error estuvo en la autoridad, que no supo evaluar la circunstancia ni trazar los límites de la acción reporteril. El segundo desliz correspondió al periodista que no entendió los alcances de su rol profesional.
Por eso es que informar no es un asunto sencillo. En un momento determinado, los hechos se desarrollan a una velocidad apabullante. Si los conocimientos sobre la materia que se trabaja carecen de solidez, y si el profesional de la comunicación no posee una clara conciencia sobre su deber ser, los errores estarán acechando a la vuelta de cada esquina.
Una de las tentaciones más frecuentes es la de convertirse en un factor de cooperación de las autoridades. A veces los policías, los fiscales y los jueces aúpan estas conductas, para precipitar o inhibir procesos que los involucran. El periodista, a menudo de forma inconsciente, canaliza sus deseos de cambio social al convertirse en herramienta de las policías para la solución de casos como las situaciones de rehenes, perdiendo así la perspectiva de su cometido dentro de la sociedad. En ocasiones, incluso, la propia comunidad le exige que se transforme en policía o en juez para obtener una justicia a su medida.
Estructurar la realidad en un discurso requiere de entrenamiento, concentración y de una fuerte dosis de conocimiento y experiencia. Sólo con tales atributos es posible superar este tipo de presiones.
Por otra parte, la ilusión de que cada vez existe más y más información, así como flotando en el ambiente, lleva a conclusiones como la de que los periodistas ya no somos necesarios. ¿Qué necesidad hay de depositar en estos profesionales la responsabilidad de erigirse prácticamente en elementos ordenadores de la cultura? A esta idea van llegando algunos dueños de medios de comunicación. Total, dicen, el mismo espacio noticioso puede ser cubierto acudiendo a un aprendiz, entrenado para trabajar maquinalmente con retazos de informes previamente digeridos. Equivocaciones como las de Terrazas del Ávila contribuyen a reforzar esta creencia.
Las presiones a los periodistas, pues, vienen de múltiples frentes: del público, de los patronos, de las fuentes, y también del periodista mismo. Ante tal situación, la única alternativa posible para estos profesionales es la de continuar con el esfuerzo de estudio y profundización en áreas de conocimiento. La idea no es, como lo plantea Ekaizer, que se conviertan en policías, médicos o urbanistas. Esta es una deformación a la que se ha llegado por el impulso de sociedades que se sienten insatisfechas ante la carencia de resultados en los demás poderes, especialmente en lo que respecta a la administración de justicia. Se acude a los periodistas como el último recurso, cuando ya nada funciona.
La idea es que el periodista no se enfrente a la realidad como tabla rasa, sino con un bagaje intelectual que le permita colocar las cosas en su justa dimensión. Lo importante no es asumir el papel de otros sino hacer bien el propio. Cabe aquí preguntarse para qué sirve un periodista. La respuesta dista de ser obvia. La ley del ejercicio de la profesión no nos arroja mucha luz al respecto, pues le atribuye la misión de buscar, preparar, redactar e ilustrar informaciones para divulgarlas a través de los medios de comunicación. Prácticamente todo, si recordamos que las sociedades de hoy se denominan, precisamente, sociedades de información. Por eso es que ciertos grupos se sienten poseedores de los atributos de los reporteros.
“(…) muchos creen que ser periodista es fácil. El político, la reina de belleza, la animadora, el locutor se improvisan como periodistas de la noche a la mañana. Pero como existe un paralelismo entre deber ético y deber profesional, esos repentismos en el ejercicio de la profesión frecuentemente implican un desconocimiento por parte del improvisado periodista de su misión y de sus responsabilidades frente a la sociedad. Carece de la fibra ética, es decir, no tiene sensibilidad para aquellos valores del periodismo diferentes de la autosatisfacción individual”.
El periodismo cobra, pues, un sentido y una dimensión especiales en la medida en que se ejerce desde una perspectiva ética, consecuencia de la mezcla entre una adecuada formación académica y un ejercicio profesional con sentido de autocrítica. Esto requiere de cierta humildad. Pensar en los errores que podemos cometer durante el desempeño de la profesión será un esfuerzo estéril si no se traduce en el inmediato mejoramiento de nuestro quehacer.
¿En un caso como el de Terrazas del Ávila, qué debía hacer un periodista? Lo que debe hacer siempre, aunque parezca perogrullo: informar. Si se puede, que sea de la manera más amplia y profunda posible, pero siempre consciente de los límites que le impone su deber ante la comunidad.
A veces los propios periodistas, especialmente si tienen un micrófono entre sus manos, ceden a la tentación de convertirse en el centro de la atención, o de mimetizarse con la fuente. En otras oportunidades se contentan con transmitir un relato objetivo basado exclusivamente en los datos y juicios transmitidos por terceras personas, consideradas como fuentes autorizadas. Esta aproximación a los hechos, si bien es cierto que permite lograr cierta economía de esfuerzos y hasta tranquilidad psicológica no es aplicable para las situaciones de rehenes. No se trata de divulgar la declaración de un político sino de emitir un relato comprensible de algo que está ocurriendo y hace que un grupo de personas se juegue su existencia.
En términos prácticos, lo más recomendable es enfrentarse a estas situaciones con una percepción estructurada. Esto implica el conocimiento de un conjunto de categorías que le permitan al reportero entender los hechos, más allá de los decires que sobre estos hechos se transmitan posteriormente. Para seguir el ejemplo de Terrazas del Ávila, un periodista debía preguntarse sobre la conveniencia de que la incursión fuese realizada por una fuerza de tarea conformada en ese momento con funcionarios de instituciones diferentes. También cabía indagar sobre la pertinencia de que los policías usaran armas largas (fusiles de asalto) para irrumpir en un espacio tan pequeño como puede serlo una sala o un baño de apartamento; o por qué se decidió utilizar determinado explosivo para derribar la puerta principal del inmueble y no otros.
En el proceso de hallar estas respuestas, el periodista se formará una visión crítica sobre el suceso. Pero aún cuando haya accedido a este nivel de conocimiento, nunca podrá omitir las opiniones que lo contradigan, aún cuando crea que van encaminadas a confundir a la sociedad. El periodista nunca puede erigirse en censor de los demás, independientemente de que el Código de Ética le obligue a hacer que su concepto de la verdad “sea compartido y aceptado por todos”. Debe, sí, ofrecer una información tan sólida que no pueda ser vulnerada por las opiniones en contrario.
El periodista debe concebir a los medios de comunicación como una versión contemporánea del ágora griega, la plaza donde convergían oradores de todas las corrientes durante la época clásica. Pero nunca podrá pensar en darle cicuta a quien se empeñe en ir a contracorriente. Todo fundamentalismo está reñido con el espíritu del quehacer reporteril.