Ciertamente, es tenue la línea que divide a la espectacularidad inherente a un hecho como una situación de rehenes del sensacionalismo que un medio le pueda imprimir. Ambas cosas tienden a mezclarse, especialmente si son vistos a través de la lente de un medio audiovisual. Allí la solidez ética juega un papel esencial en la búsqueda de un balance. La prensa televisada estadounidense ha sido paladina en la difusión del estilo del noticiero-show, en el que los contenidos reportados quedan en segundo plano frente a los destellos de los reflectores y la acción en tiempo real, con la excusa de mantener despierto al público. Esto es una aberración. La pelea por el rating nunca puede ser una excusa para manipular la realidad. Los aspectos formales de una noticia pierden su sentido si eclipsan el contenido.
Como periodista dedicado durante años a la investigación de temas especiales y a la cobertura de información policial y militar no he podido evitar la decepción al escuchar el concepto que a menudo expresan sobre nuestra profesión expertos y policías. El sensacionalismo es el centro de las críticas más frecuentes de estos sectores. En el fondo, sin embargo, intentan justificar mediante argumentos aparentemente válidos una visión profundamente autoritaria sobre el papel que para ellos debería tener la prensa en secuestros, situaciones de rehenes y en general cuando se trata de relatar la actividad de los organismos de seguridad: o es una tonta útil, a la que el funcionario puede acudir para lograr objetivos, a menudo non sanctos, o es un estorbo con el que se debe lidiar para llenar los formalismos de un sistema democrático.
Es muy raro que en este ámbito se actúe con sinceridad para atender al derecho de la sociedad a estar informada, pues eso implica someterse a una modalidad de control acaso más rigurosa que la que pueden ejercer las instancias administrativas o jurisdiccionales. En las sociedades con dirigencias de baja responsabilidad los funcionarios se muestran especialmente reacios a dar la cara.
De parte de los periodistas, sin embargo, no ayuda ese afán imprudente por dar la noticia primero. El llamado tubazo es un ingrediente deformante de la actividad reporteril. Todavía no he visto el primer código de ética que sugiera como desiderátum periodístico el divulgar las informaciones antes que la competencia, así sea con un escaso grado de comprobación. En cambio, todos hacen énfasis en la necesidad de indagar sobre la veracidad de los datos hasta donde sea posible, antes de publicarlos.
En casos extremos, como los secuestros y especialmente las tomas de rehenes, el problema no es ni siquiera decir la verdad, sino cuándo decirla. Los medios de comunicación en una sociedad liberal no son empresas cualquiera, sino entidades que responden tanto a los intereses de sus socios capitalistas como a los de la comunidad sobre la que influyen. Esta descripción no surgió de un ideólogo totalitarista sino de un pensador estadounidense, Theodor Peterson.
“Se trata de armonizar el respeto de los derechos individuales, las iniciativas correspondientes y el cuidado de asegurar el pleno ejercicio de las funciones de los órganos de información con la responsabilidad social que comportan”.
Si por dar una exclusiva se puede poner en riesgo una vida, es preferible callar. Creo, pues, que mucho de lo que le da al periodismo la cualidad de responsable es, precisamente, la conciencia de cuándo guardar silencio, y hasta cuándo hacerlo. Es decir, cuándo es que el normal desenvolvimiento de un periodista amerita una excepción.
Este olfato sólo viene con la experiencia. Lo usual es informar cuanto antes. Y aún así, cuando todo parece muy claro, es preferible estar dispuesto a llegar al último, pero “con los datos comprobados y situados en el marco que permita entenderlos”, a la usanza del veterano corresponsal de guerra e investigador Jean Lacouture.
La escogencia de cuándo guardar silencio es una decisión personalísima del reportero, en ocasiones propiciada por el mutismo de la fuente de la información. Cualquier dosificación a este nivel creará presiones innecesarias sobre el comunicador quien, precisamente, va al lugar de los sucesos para recoger y divulgar las noticias, generalmente presionado por el factor de inmediatez que rige su actividad.
A menudo, los policías y los militares hacen sus propias evaluaciones sobre el efecto que puede tener la divulgación de las informaciones que ellos manejan. Generalmente están equivocados. Cuando deciden que una historia puede ser publicada, ésta ya ha encontrado sus propios cauces, y es del dominio general. Así, por ejemplo, ha sido el caso de las compras militares en Venezuela. Y en cuestiones de secuestros, es frecuente que los periodistas den cuenta al momento de todos los avances de la pesquisa policial, mucho antes de que las autoridades de esos cuerpos lo consideren conveniente o prudente.
La cultura del secreto es característica de las sociedades totalitarias y corrompidas. En países como Venezuela, donde la democracia ha sido apenas un paréntesis de su vida republicana, los funcionarios parecieran tener razones de sobra –legales y fácticas- para no rendir cuentas ante la comunidad. Sin embargo, aún en las democracias más avanzadas, todavía hay ciertos sectores que aprueban el omitir la divulgación de alguna información con el argumento de que podría ser afectada la seguridad nacional, la salud de la población o la vida de algún funcionario, entendida no en términos equivalentes a su vida privada, sino a su existencia como ser humano.
La necesidad de cambio, sin embargo, obliga a buscar soluciones prácticas, a menudo ilegales o, por lo menos, paralegales. Conozco a funcionarios que han llegado a la conclusión de que lo mejor es mantener informados a los periodistas de la fuente en torno a los avances de la investigación sobre casos de interés, casi en tiempo real. Esto a pesar de que el novísimo Código Orgánico Procesal Penal establece una restricción taxativa a este tipo de actos.
Desde el punto de vista del policía, esto es posible siempre y cuando se cumplan varias premisas:
a.- La verdadera fuente de la información nunca será divulgada. Esto comporta un riesgo para el reportero, quien se ve obligado a dar carácter veraz a datos que no puede atribuir a una persona, institución o documento precisos. Es necesario, entonces, hacer las verificaciones necesarias antes de publicar la primera letra. Pero aún en este proceso se debe tener cuidado, pues el periodista podría revelar su fuente a terceros, y poner en riesgo las vidas del investigador y del secuestrado. También podría servir a intereses bastardos. Por ejemplo: un funcionario está interesado en involucrar a la guerrilla en el secuestro a determinado empresario, y comprometer así la política del Gobierno hacia estos grupos. Filtra la “exclusiva” a un periodista, y éste la publica sin mayor investigación, atribuyéndola a fuentes confidenciales. La duda queda sembrada ante la sociedad, y lo que es peor: se pone en peligro la vida del secuestrado.
b.- La información será dada a conocer cuando se considere el momento apropiado. Esto obliga al periodista a negociar con su fuente, pues aparentemente su interés choca con el del policía que le está suministrando los datos. Hay una escuela dura del periodismo que se niega a dar concesiones en esta materia. No le faltan argumentos: según el Código de Ética de la profesión, el periodista se debe en primer lugar a su público. De allí se interpreta que la prioridad es informar, y cuanto antes mejor. Entonces, el momento de difundir la noticia no sería negociable.
Pero inmediatamente después ese mismo Código habla del compromiso del reportero con la persona que hace las veces de fuente. El texto, sin embargo, no hace referencia al problema en cuestión, que es la oportunidad de la noticia.
Lo importante entonces es aclarar los términos de la oportunidad de la publicación con quien aporta las informaciones, y expresar el desacuerdo cuando esos términos no resulten racionales para el periodista. Todo esto debe hacerse antes de la divulgación de la noticia. Generalmente se llega a un punto medio, satisfactorio tanto para la fuente como para el reportero. De no llegarse a un entendimiento, es probable que la noticia no sea dada a conocer. Esto podría ser visto por el reportero como un pequeño fracaso. Pero a la larga éste quedará ante su contraparte como un profesional de firmes convicciones y claro proceder. En otras palabras, como alguien digno de confianza. Esta cualidad podría asegurarle al periodista algunas exclusivas en el futuro.
En el párrafo anterior se destacó que lo negociable es la oportunidad, y solo eso. A menudo ocurre que la fuente también quiere discutir con el periodista algunos detalles que no son de su incumbencia, como el título que se utilizará, la página donde será publicada la información, si será mencionada en la primera plana, las palabras que servirán para denominar a la fuente, etc. Este es un terreno muy peligroso para el periodista, y en el cual simplemente no se deben hacer concesiones. Está en la habilidad del reportero trazar un límite, de la manera más firme, pero con la mayor cortesía para no ahuyentar a la persona que, en fin de cuentas, es portadora de una información valiosa. El periodista mantiene con su fuente una relación de dependencia, que será tolerable mientras los términos de esa relación no generen prácticas reñidas con la ética profesional.