La primera impresión de Maruja Pachón y Beatriz Villamizar del cuarto de dos por tres metros, donde pasarían seis meses, no pudo ser más espeluznante: “La luz (…) era tan escasa que necesitaron un momento para acostumbrar la vista. (…) Sentados en un colchón individual puesto en el suelo, dos encapuchados (…) miraban absortos la televisión. Todo era lúgubre y opresivo. En el rincón a la izquierda de la puerta, sentada en una cama estrecha con un barandal de hierro, había una mujer fantasmal con el cabello blanco y mustio, los ojos atónitos y la piel pegada a los huesos (…) Era Marina Montoya, secuestrada desde hacía casi dos meses, y a quien se daba por muerta (…) Había un solo baño para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debían usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podían demorar más de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa (…) El televisor permanecía encendido, como en los dormitorios de los niños, aunque nadie lo viera".
A través de programas televisivos, los familiares ofrecían consejos para soportar mejor el cautiverio, dar noticias y mantener el ánimo de las rehenes. Maruja y Beatriz dormían en un colchón, una con los pies hacia arriba y otra cabeza abajo. Debieron tomar tranquilizantes suministrados por los mismos secuestradores, capaces de hacerlas dormir en un santiamén por muchas horas. Estas drogas fueron un alivio en los momentos más aterradores. Ambas enfermaron de estrés severo y de un principio de desnutrición. “El desayuno de las rehenes llegaba a la hora menos pensada café con leche y una arepa con una salchicha encima. Almorzaban frijoles o lentejas en un agua gris; pedacitos de carne en posos de grasa, una cucharada de arroz y una gaseosa. Tenían que comer sentadas en el colchón (…) y sólo con una cuchara (…) La cena se improvisaba con los frijoles recalentados y otras sobras del almuerzo”.
“Los platos, los vasos y las sábanas, seguían usándose sin lavar hasta que las rehenes protestaban. El inodoro sólo podía desocuparse cuatro veces al día y permanecía cerrado los domingos (…)”.
La prisión de Francisco Santos fue menos difícil: dormía encadenado a una confortable cama. “Veía televisión, solo o con sus guardianes, o conversaba con ellos sobre las noticias del día, y en especial sobre los partidos del fútbol. Leía hasta el cansancio y todavía le sobraban nervios para jugar a las barajas y al ajedrez". Los custodios de Francisco Santos le enseñaron ajedrez, a disfrutar de las telenovelas y le consiguieron muchos libros, “escamoteados por uno de los guardianes en la biblioteca de su abuelo”.
Una grabación que hizo Santos, como prueba de su estado, dio la certeza de que se encontraba en Bogotá, puesto que leyó una edición de El Tiempo, y el redactor Luis Cañón reconoció un titular de última ahora que sólo fue publicado para la edición que circula al norte de la capital colombiana.