A Juan Vitta lo liberaron sin mayores ceremonias. Posteriormente, fue el turno de Hero Buss, quien le dio “su cámara al primer peatón” para que le sacara una foto de su liberación, luego de cuatro meses de prisión. Después fue liberada Azuzena Liévano, tres días antes de su aniversario de bodas, cosa que agradeció profundamente. Tiempo después relataría en un libro la escena en que debió decirle a Diana Turbay que no sería liberada. Y ésta lo dejó escrito en su diario: “Sentí una punzada en el corazón, pero le dije que me alegraba por ella, que se fuera tranquila”. Cuatro días más tarde liberaron a Orlando Acevedo. Su esposa no reconoció su voz y su “impresión fue más grande aún esa tarde en el aeropuerto, cuando se abrió camino a través del tropel de los periodistas y no reconoció al hombre que la besó”. Los liberados habían sido advertidos de no dar ninguna pista del lugar donde se encontraban, con la amenaza de provocar la muerte de los rehenes.
En este punto quedaban retenidas Marina Montoya, Maruja Pachón, Beatriz Villamizar, Richard Becerra, Diana Turbay y Francisco Santos. Las negociaciones entre Pablo Escobar y el gobierno tomaron un nuevo giro y se decidió presionar ejecutando a uno a uno a los rehenes. Cuando tuvo el aviso, Santos decidió escribir una carta-testamento. Se supo después que el primero sería Francisco Santos, aunque a él le aseguraron que quedaría para último. El periodista no imaginó que le restaban unas horas de vida. Nuevas gestiones hicieron que Escobar cambiara su orden por otra irrevocable, la ejecución de Marina Montoya. El 23 de enero se llevaron a La Abuela, llamada así por los secuestradores, dada su edad (64 años). “Al amanecer del día siguiente, el jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá”.
Pasada una semana, los familiares tuvieron la certeza de que había sido asesinada. El cuerpo de Marina Montoya fue examinado por medicina legal y sepultado por falta de identificación en una fosa común. Entonces, el Gobierno intentó un rescate armado de Diana Turbay y Richard Becerra. Los secuestradores escaparon con los rehenes, pero se produjo un fuego cruzado en el que Diana Turbay resultó herida mortalmente. Richard Becerra pudo escapar a salvo y reunirse con su madre quien lo recuerda así: “Estaba en los puros huesos, pálido y barbudo, pero vivo”. Diana Turbay recibió una bala explosiva que fracturó su columna vertebral y le ocasionó una parálisis que, de sobrevivir, le acompañaría el resto de sus días.
Después de la conmoción que produjeron las muertes de Marina Montoya y de Diana Turbay decidieron la liberación de Beatriz Villamizar. Cuando logró verse en un espejo “exclamó espantada: ¡Esta no soy yo!”. La llegada a su casa fue tranquila, desde donde la dejaron tomó un taxi. No había periodistas esperándola. Su hija se sorprendió de la forma en que hablaba, como un susurro, costumbre de meses en cautiverio que le costó un tiempo dejar. Debió calcular cada palabra de su declaración a la prensa para no poner en peligro la vida de su cuñada. Posteriormente, fue liberada Maruja Pachón. Uno de los secuestradores le regaló una cápsula de 9 milímetros. "Tome -le dijo, más en serio que en broma- La bala que no le metimos". Vecinos de la urbanización donde dejaron a Pachón la auxiliaron eufóricos al reconocerla. “Pidió un aguardiente -nunca supo por qué- y se lo tomó de un golpe. Entonces llamó por teléfono a su casa, pero no recordaba bien el número y se equivocó en dos intentos”. Cuando se preparaba para darle frente a los medios de comunicación, tenía seis meses que no se veía en un espejo. Finalmente, fue liberado Francisco Santos, pero apareció “rejuvenecido por dentro y por fuera, y más gordo, más atolondrado y con más ansias de vivir que nunca”. Una verdadera decepción para los periodistas amarillos.
El epílogo ya se conoce, el 2 de diciembre de 1993, Pablo Escobar fue abaleado en el barrio Los Olivos de Medellín, gracias al rastreo de una llamada que hizo a su hijo Juan Pablo. Extractos seleccionados del libro Noticia de un secuestro de Gabriel García Márquez, Editorial Norma, 1996, Santa fe de Bogotá.
En febrero del año 2001, circuló extensamente un email, enviado por la hija de un secuestrado, dirigido al presidente de la República. “Señor Presidente: soy Donatella Parlapiano D'Anna, de esta tierra venezolana, como Ud. señor presidente, sólo que en estos momentos soy portadora de lágrimas, del desespero, de la desesperanza y de la frustración que embarga a mi madre, a mis hermanos y demás familiares y amigos de nuestro entorno, porque el delito, quizás el más abominable de todos, el secuestro, ha enturbiado nuestro hogar. Señor Presidente, mi padre Francesco Parlapiano, de 72 años de edad, está cautivo desde el día 24 de los corrientes por un grupo que aún no se ha identificado. El de origen Italiano, llega a esta tierra siendo muy joven y su tesón, entusiasmo y su incansable espíritu de trabajo y sacrificio hicieron que echara raíces en éste hermoso país. Él contribuyó con 5 hijos que orgullosos estamos esparcidos por varios de sus puntos cardinales; también trabajó, cultivó y enriqueció un pedazo de la geografía nacional que aún guarda el calor y el amor que le prodigó. Siempre sus ojos y sus brazos han estado al lado de la naturaleza que con sus frutos nutren y dan vida a quienes pueblan la grandiosa patria de Bolívar.
“Señor Presidente, nuestra plegaria a Dios y nuestro ruego a Ud., si a su alcance está. Permita que quienes están en esta circunstancia tan vil y denigrante regresen a sus hogares y devuelvan la alegría y las sonrisas que se han ido de nuestros rostros. Sume a sus logros la gloria de la seguridad y la paz que señalarán el camino del progreso y la grandeza de nuestra patria. Seguros estamos de su sensibilidad social y por eso le reiteramos nuestro sentimiento de estima y consideración, al tiempo que le saludamos, Atentamente. Donatella Paola Parlapiano D'Anna”.
Veamos otros testimonios de venezolanos que han sufrido el cautiverio del secuestro: “Estuve encerrado 22 días en una casa y el menú consistía básicamente en huevo y pan. Una que otra vez traían pollo, pero los guardias se lo comían todo el mismo día. Muchas veces pasé 24 horas sin comer. El agua para beber era sacada de un barril y en la superficie del líquido había una nata verde”. Los captores no le permitían hervir el agua en una pequeña hornilla eléctrica, ya que ellos eran los que pagaban la luz en esa casa.
Otro testimonio: “Pasé 24 días encadenado a un árbol, sólo cubierto por un pequeño techo de plástico encima de la hamaca que me servía como cama. Asimismo, era época de lluvia y durante el tiempo que duró el secuestro estuve siempre mojado”.
En marzo del 2001, un joven venezolano fue liberado por secuestradores, luego de pasar 8 meses cautivo y de que su familia pagara rescate por él en dos oportunidades. Antes de la liberación fue llevado a Colombia, pero durante el cautiverio permaneció en Venezuela. Los primeros cuatro meses estuvo en campamentos improvisados y el resto del tiempo fue encerrado en un cuarto. Su relato: “No hubo día que no llorara. Han sido los peores días de mi vida, pero gracias a Dios estoy aquí. Todavía creo que estoy soñando. Cualquier cosa que necesitaba me la conseguían. Caminábamos en las noches, andábamos en lancha. En algunos momentos estuve vendado. Me llegaba El Nacional, El Tiempo de Bogotá y la revista Cromos. Hubo un momento que vi la televisión y los veía a ustedes, los periodistas, cuando sacaban las noticias del Táchira, y me parecía que los reporteros eran como mi familia… A ellos (los secuestradores) no les importa nada. Uno para ellos es un objetivo. Lo que le puedo decir a la familia de Richard Boulton y de Francesco Parlapiano es que traten de enviarles mensajes por radio, prensa o televisión. Cuando veía a la señora Lolita Winckelman, la madre de Boulton, era como si me estuviera hablando mi mamá. Lloraba y me sentía feliz. Por las noches caminaba mucho. A veces me trasladaban en lancha con los ojos vendados y durante el día permanecía oculto entre las montañas en campamentos improvisados. Sé que estuve en Colombia, porque pasamos por el río Arauca. Lo único que me daba fuerzas para resistir todo aquello eran los mensajes que escuché de mi mamá y de la madre de Richard Boulton. A esta familia sólo puedo decir que traten de enviarle mensajes, porque pedir algo a los secuestradores es hablar con la pared; para ellos sólo somos objetos. En ocasiones me sentí traicionado como venezolano. Pido al país que sincere su política y dialogue para llegar a un acuerdo de respeto. No entiendo aún por qué personas a las que no hice nada me hicieron vivir los días más negros de mi vida. No podemos permitir que el país se nos escape de las manos”.
El secuestro, en sus diferentes modalidades, se centra en la retención obligada y violenta de una o más personas. Con las narraciones y testimonios anteriores, tan próximos y cotidianos, hemos querido introducir esa parte terriblemente presente, tan dramáticamente afectada, que son las víctimas.
Hablamos de leyes, manejo de situaciones, equipos y tecnología, pero no podemos olvidar a las víctimas. Y que a veces, como en el caso del niño Walter, quien no ha internalizado la magnitud de la tragedia – su madre asesinada, su padre atracado, ambos hechos ocurridos en sólo semanas – su vida cambió para siempre. O como en el caso del pequeño negociador que salvó a su madre. Sólo podemos imaginar los traumas, las percepciones y los mapas que habrán quedado marcados en estos cerebros infantiles luego de vivir estas terribles experiencias.
Puede tratarse de un largo secuestro, de la nueva modalidad del secuestro express o de una inesperada situación de toma de rehenes: siempre habrá una víctima y su familia. Es imperativo, para la paz del país, su crecimiento, desarrollo y calidad de vida, que impidamos que aumenten las víctimas de los secuestros. Y preocupa vislumbrar y predecir lo que puede ocurrir si no reaccionamos a tiempo.
El secuestro express nació en México. Eran secuestros cortos: se sometía a la víctima, y al término de unas horas la familia debía pagar cierta cantidad para rescatar a su ser querido.
En Venezuela, aparece como un delito secundario, secuela de la modalidad del ruleteo en robos de vehículos. Los atracadores, para evitar mecanismos de seguros electrónicos que interrumpan la electricidad, gasolina, GPS u otros, pasean a la víctima por varias horas y finalmente la dejan en un paraje solitario, para evitar también que puedan denunciar rápidamente la pérdida del vehículo. Pero seguramente algún delincuente tuvo la idea de que durante ese lapso, en el que ya tenían a la víctima, se le podía también sacar dinero antes de despojarla del vehículo. Entonces, comenzaron las rondas por telecajeros y por tiendas para adquirir artículos costosos. También se retiene a una víctima y se le exige a la familia que entregue ciertas cantidades de dinero, al estilo mexicano.
Policialmente, para tipificar un secuestro express tienen que ocurrir la retención de la víctima por un mínimo de tiempo y el cobro de un rescate. En lenguaje popular se está llamando así también a los atracos en los que llevan a la víctima a hacer una ronda por telecajeros o incluso a realizar comprar obligadas con sus tarjetas de crédito. La línea divisoria puede ser muy difícil de trazar.
Los delincuentes atacan a las víctimas más vulnerables: mujeres con niños o mujeres solas y salen a buscarlas a las puertas de los colegios, en los estacionamientos de los centros comerciales o estaciones de gasolina. Las agreden violentamente. Supimos de un caso ocurrido en la urbanización La Castellana en Caracas: dos delincuentes sometieron a una joven señora y la tuvieron dentro de su vehículo. Uno de ellos le pidió a la señora que le diera la mano. Ella pensó que era para quitarle los anillos. De golpe, el hombre le agarró dos dedos y se los retorció hacia arriba hasta fracturarlos, y le dijo: “Esto es para que no vayas a decir que se te olvidaron las claves de los telecajeros”.
Las víctimas de los secuestros y sus familiares, en esta guerra de baja intensidad que nos está desangrando, quedan con su tragedia y sus traumas, sin que nadie los ayude o los tome en cuenta. El Estado no parece reaccionar. Son indispensables los programas de atención a las víctimas, a los pequeños Walter y a cientos de niños de los barrios y de las urbanizaciones que sufren directa e indirectamente las secuelas de la violencia.
No fuimos capaces de detener el ruleteo para robar vehículos y éste evolucionó al secuestro express. Si no logramos detener ahora este tipo de delito, se convertirá en una industria local de secuestros en que se retiene a la víctima por semanas o meses cobrando grandes sumas de dinero.
Los ejemplos de países cercanos como México, El Salvador, Guatemala y especialmente Colombia, están ahí, alertándonos. Estamos ante un triple riesgo: el incremento del secuestro subversivo, cometido por la guerrilla, paramilitares o grupos disidentes, perpetrado en nuestro territorio para alimentar los cuantiosos recursos que requiere la guerra Colombiana; el secuestro cometido por hampa común local que con un poco de logística e infraestructura pueden sacarle mucho más dinero a sus víctimas que lo que obtienen actualmente con 10 ó 15 casos diarios de secuestro express; y en tercer lugar modalidades mixtas, asociaciones entre la guerrilla y el hampa común. Las tres alternativas ya están ocurriendo en nuestro país. Pero estamos a tiempo, si se toman las medidas adecuadas y se actúa con voluntad y decisión, en los niveles central, regional y local, de frenar la pesadilla e impedir que se cree una perversa industria del secuestro que se añadiría al largo menú delictivo que está acabando con la calidad de vida de nuestro país. Se lo debemos a Walter y a las miles de familias venezolanas que han sido agredidas, tocadas y marcadas, para siempre, por la violencia.