No parece que el mundo esté haciendo retroceder al IS. Existe una percepción creciente de vacilaciones y de indecisión a escala global.
El mundo musulmán debe despertar ante las abominaciones en sus filas y unirse para luchar contra los extremistas.
En los últimos meses se ha producido un atentado terrorista suicida prácticamente todos los días en algún lugar del mundo. Los ataques se han extendido a los cinco continentes sin excepción y a docenas de países. La lista se está volviendo interminable e incluye a países como Indonesia, que no habían sufrido ataque alguno durante casi una década.
Sin embargo, el número más alto de víctimas se ha registrado en Afganistán y en Pakistán, que por sí solos han salido a bomba por día y, a veces, a varias bombas cada jornada. El grado de sufrimiento, de destrucción de familias, de muertes y de traumas y daños psicológicos de todas estas matanzas está cobrándose un precio enorme en ambos países.
Las muertes de niños son especialmente desgarradoras. Sin embargo, para los terroristas de estos tiempos los blancos más fáciles son los menores, estudiantes en escuelas y universidades, chicos pobres que juegan a la pelota en las calles, críos que meriendan en parques infantiles.
Al matarlos, los terroristas no sólo dejan una sensación permanente de pérdida, sino que se aseguran de que sus padres se sientan culpables para el resto de su vida.
Afganistán ha tenido que afrontar hasta tres y cuatro atentados al día, desde ataques de infantería taliban en ciudades y pueblos y comisarías de policía hasta los insidiosos coches o motocicletas bomba para acabar con individuos concretos, pasando por matanzas de aldeanos en las que los talibán acribillan a inocentes barriéndolos a tiros con sus kalashnikovs como si estuvieran amontonando heno.
A finales del pasado mes de enero, en Kabul, el conductor de un coche bomba lanzó su vehículo contra un autobús. Seis de los siete muertos y 26 de los 27 heridos eran periodistas de Tolo TV, la emisora de televisión más eficaz y popular del país, que comenzó en una cadena de zapatos y que ahora cuenta con el respeto y el seguimiento de todo el mundo.
Estas noticias son tan horripilantes porque estos jóvenes eran precisamente los mismos que traían las noticias a nuestra puerta. No habían abandonado su atormentado país por las costas de Europa y eran la esperanza del futuro. Ahora están muertos y han dejado atrás familias, padres e hijos.
En el vecino Pakistán, hace meses que el ejército y el Gobierno han estado alardeando de haber puesto en fuga a los talibán y al extremismo después de una campaña militar de 18 meses de duración en Waziristán del Norte, limítrofe con Afganistán, en la que el ejército ha afirmado haber dado muerte a unos 2.000 talibán paquistaníes.
La realidad es que muchos de los talibán paquistaníes se han escapado huyendo a las provincias de Afganistán que carecen de gobierno, desde las que lanzan ataques contra Pakistán.
Es evidente que el ejército tiene que hacer un replanteamiento. Los paquistaníes también fueron sacudidos recientemente por el ataque en una universidad de Charsadda, al noroeste del país, que se cobró la vida de una veintena de estudiantes y profesores que se hallaban en ese momento en el campus.
No se trata sólo de los talibán. Afganistán está afrontando ya una guerra civil multidimensional en la que los talibán afganos combaten contra el Gobierno de Kabul y también luchan contra Al Qaeda, el IS, facciones talibán disidentes y grupos del Asia central.
Observadores desde la distancia podrán decir que no está nada mal que los extremistas se peleen entre sí, pero los que estamos más pegados al terreno sabemos más de esto. En estas batallas, las víctimas son exclusivamente los inocentes, los que pasaban por allí, los niños, las personas que están donde no deben estar cuando no deben estar.
No cabe hablar de victorias en una brutal guerra civil como ésta. Mientras tanto, el sector principal de los talibán afganos está apoderándose de territorio y resulta cada vez más evidente que en la actualidad gobiernan amplias zonas del sur y el centro de Afganistán, así como la frágil red viaria, que están en condiciones de bloquear en cualquier momento, a su voluntad, para hacer morir así de hambre a las ciudades afganas.
Y, sin embargo, sabemos que todo este sufrimiento no es nada más que una ola en el océano de sufrimiento de Siria e Irak, donde todos los días las bajas se cuentan por cientos.
A mediados de enero, en el curso de un asalto de tres avanzadillas a la ciudad de Deir Ezzor, los militantes del Estado Islámico dieron muerte a unos 135 soldados y civiles sirios y secuestraron a otros 400. Cada víctima secuestrada tendrá una historia que contar en caso de que sobreviva, mientras que cada familia de los muertos tiene que estar de luto por ellos.
No parece que el mundo esté haciendo retroceder al Estado Islámico. De hecho existe una percepción creciente de vacilaciones y de indecisión a escala global.Tampoco hay un consenso internacional real sobre lo que se debería hacer.
Los árabes creen que es más importante aplastar a Irán, los europeos quieren detener el flujo de inmigrantes, los estadounidenses están obsesionados conDonald Trump y ahora China es la principal causa mundial de otra recesión económica. A veces parece que lo último que preocupa a nadie es el terrorismo.
El mundo necesita más diplomacia para reconciliar sus dispares sectores, para cicatrizar heridas abiertas desde hace un milenio y para forjar una coalición de los que están verdaderamente dispuestos a combatir este flagelo, esta peste negra de nuestra época.
Por encima de todo, es preciso que el mundo musulmán despierte ante las abominaciones que está permitiendo en sus filas y que se una para luchar contra los extremistas.
Occidente no puede hacer por el mundo musulmán lo que los musulmanes deben hacer por sí mismos. Occidente no puede proporcionar eternamente soldados e instructores y fuerzas especiales cuando las naciones musulmanas se niegan a tomar la iniciativa y prefieren que estalle una guerra interna entre los chiíes y los suníes en lugar de la auténtica guerra que está minando su religión, su población y hasta su futuro.
Fuente: elmundo.es