Es un programa cuya magnitud es difícil de imaginar. Comenzó hace una década y media, centrado en tres lugares: uno está en el desierto, a unos 70 kilómetros de Las Vegas; el otro, a orillas del Océano Atlántico, a 350 kilómetros de Washington; el tercero, a 140 kilómetros de Frankfurt, en Alemania, muy cerca de la frontera de ese país con Francia. Hoy, abarca al menos 60 lugares en todo el mundo, que van desde el desierto de Djibuti hasta el aeropuerto comercial de las Seychelles, y se ha convertido en el mayor programa de asesinatos secretos -al menos, desde el punto de vista geográfico- llevado a cabo por una democracia, al menos, en lo que se refiere al alcance geográfico.
Se trata del sistema de ataques quirúrgicos llevado a cabo por aviones sin piloto de Estados Unidos. Son los famosos drones (una palabra que quiere decir ‘zángano’), que han diezmado las filas de Al Qaeda, del Estado Islámico y de otras organizaciones terroristas. Si el objetivo de esos grupos es, precisamente, crear el terror, los drones les han pagado con la misma moneda. En las cartas encontradas en la vivienda en la que Osama bin Laden fue asesinado por EEUU se encontraron cartas en las que recomendaba a sus compañeros de armas no salir a la calle más que «en días muy nublados». A fin de cuentas, uno de sus hijos, el también líder de Al Qaeda Sa’ad bin Laden, había muerto en 2009 en un ataque con un dron de EEUU en Pakistán.
Pero Bin Laden no alcanzaba a comprender las verdaderas dimensiones de la amenaza. Mientras él escribía esa carta, un dron indetectable al radar RQ-170 cuyo nombre oficial es ‘Sentinel’ aunque los soldados de EEUU le llaman ‘La Bestia de Kandahar’, sobrevolaba su chalé en Abbotabad y hacía fotos de aquel hombre alto que salía a pasear por el patio de la casa en la que vivía aislado del mundo.
‘El paseante’, como le llamaban los servicios de inteligencia de EEUU, estuvo también a punto de morir a manos de un dron que en realidad es poco más que un rifle volante que permite disparar con la precisión de un francotirador, según narra el periodista de la revista ‘The Atlantic’ Mark Bowden en su libro ‘The Finish: The killing of Osama bin Laden’. Porque EEUU tiene aviones sin piloto del tamaño de insectos capaces de llevar cámaras o, tal vez, de estrellarse contra objetivos y explotar. Claro que la BBC ha empleado una libélula-cámara para grabar la migración de los ñúes en el Serengeti.
Esta semana, la efectividad de los drones ha vuelto a quedar de manifiesto con el anuncio del Pentágono de que uno solo de esos aparatos-posiblemente un ‘Rapier’ o un ‘Predator’-mató a 150 militantes del grupo terrorista somalí Al Shabab en un bombardeo. Pero, aunque ha recibido menos publicidad, los drones han demostrado lacomplejidad legal y ética de su uso con el reconocimiento por parte del Gobierno de Barack Obama de que el Departamento de Defensa ha empleado estos aparatos en el espacio aéreo estadounidense en el menos 20 ocasiones desde 2006 para llevar a cabo operaciones de espionaje. Ya en 2013 el FBI declaró que usa estos sistemas «de forma limitada».
Pero no es solo la eficacia operativa. Los drones son muy útiles políticamente. Dan la impresión de una guerra ‘limpia’, sin bajas civiles. No exponen la vida de ningún soldado. Y son baratos. Un dron cuesta entre el 5% y el 20% del precio de un cazabombardero F-35, la última joya del Pentágono, que empezó a entrar en servicio el año pasado.
Los drones se han convertido así no solo en el arma favorita de EEUU para combatir a los grupos terroristas, sino también en uno de sus mejores sistemas de espionaje. Desde sus largos contenedores en la base aérea de Creech, en Las Vegas, o en la de Langley, cerca de Washington, los operadores de la Fuerza Aérea y de la CIA les dan a los integristas una nueva interpretación del concepto del «temor de Dios». A través de un sistema de comunicaciones centralizado en Ramstein, en Alemania, esos operadores desatan ataques en todo el mundo. El éxito de los aviones sin piloto es tal que EEUU ha abierto más instalaciones para pilotarlos por todas partes, desde Guam, en el Pacífico sur, hasta Kandahar, en Afganistán. Aunque los principales centros siguen siendo Las Vegas y Langley. Solo esa última base ha recibido una dotación presupuestaria de 3.000 millones de euros para ampliar sus capacidades de drones. Y las tripulaciones de esos peculiares aviones se quejan de estés y de exceso de trabajo.
Paradójicamente, cuando la empresa General Atomics produjo el ‘Predator’, a mediados de los noventa, y la CIA decidió poco después armarlo con misiles antitanque ‘Hellfire’ -que había sido producidos para ser montados en helicópteros-, los generales de la Fuerza Aérea de EEUU reaccionaron con horror. Un avión pilotado por una persona a miles de kilómetros nunca podría sustituir a un piloto humano, dijeron. Los drones armados pasaron a ser competencia de la CIA, que tiene menos respeto por la tradición castrense, hasta que llegó la Guerra de Afganistán, y en la primera noche de bombardeos, un dron de la agencia de espionaje tuvo en su mirilla al líder absoluto de los talibán, el mulá Omar. El operador de la nave no disparó porque no obtuvo autorización de sus mandos.
Desde entonces, los aviones sin piloto se han impuesto a los generales, hasta el punto de que en EEUU son muchos los que afirman que el F-35, será, probablemente, el último avión de esas características que necesite llevar siempre un piloto y un navegante a bordo.
Fuente: elmundo.es