Se entiende como control social al conjunto de regulaciones o normas, tanto formales como informales que rigen en una sociedad, y que tienen como objetivo mantener el orden establecido.
El control social per se, no es negativo, pues bien entendido y practicado, favorece el desarrollo y minimiza los conflictos.
Existe, sin embargo, una línea fina en este ejercicio de control porque la frontera entre la acción reguladora del Estado y la práctica coercitiva o autoritaria de los gobiernos es tenue y borrosa, más aún, en regímenes que se alejan de los valores democráticos.
Un caso emblemático de control social ocurrió en Venezuela en el año 2004 cuando la población opositora al gobierno de Chávez, recolectó más de 3 millones de firmas para activar un referéndum revocatorio del mandato presidencial.
Tales rúbricas, luego se filtrarían convirtiéndose en la tristemente célebre lista de Tascón, utilizada como mecanismo sistemático de exclusión e intimidación en las relaciones de los ciudadanos con el Estado.
La situación se agrava cuando el control social se lleva más allá de los derechos políticos, poniendo en riesgo al individuo en sus necesidades primarias como la alimentación o la seguridad.
Para nadie es un secreto que Venezuela vive en estas horas un tipo de control social similar a los propuestos en doctrinas comunistas del siglo XIX, y luego vividos en China, La Unión Soviética o Cuba. Está concebido para aplanar al ciudadano, colocándolo en el nivel más básico de subsistencia, restringiendo por acción u omisión el acceso a los alimentos y oprimiéndolo a través de la acción violenta del delito.
Este tipo de control, además de intimidatorio, alcanza al individuo en su línea de sustentación, como ya lo demostró Abraham Maslow, en su Teoría sobre la Motivación Humana de 1943 y su famosa pirámide de las necesidades.
Si bien el control social se manifiesta de múltiples formas, este se hace crítico cuando pulsa al ciudadano en sus zonas de superviviencia.
Las amenazas continuadas desde el poder que, además de odio, dejan ver intenciones violentas sobre la población civil, traducidas en discursos virulentos, colectivos armados, agresiones callejeras, milicias y unidades de batalla son instrumentos de una política sistemática de sometimiento a través del miedo.
El miedo es un arma clásica del autoritarismo porque limita la voluntad coartándola desde dentro.
Su poder nace precisamente de la conexión irracional con el instinto de mantenernos con vida frente a las adversidades. De allí, la efectividad en el control social.
Algunas teorías psicológicas señalan que el miedo es una puerta que abre las vulnerabilidades del individuo, haciéndolo manipulable.
De la misma forma, el hambre y la escasez doblegan la voluntad ablandando la integridad y dignidad del hombre. Pareciera, sin embargo, que todo control social basado en el hambre y el miedo lleva en su seno la semilla de su propia destrucción.
El ser humano, en su búsqueda incesante por espacios de libertad transforma el sometimiento en energías indetenibles de cambio.
Son procesos complejos y en ocasiones, más prolongados de lo que podemos soportar, pero a la larga se materializan dejando grandes lecciones de madurez a las sociedades.
El 22 de octubre de 1978, Juan Pablo II inauguraba su pontificado. Desde la plaza de San Pedro, pronunció su recordada exhortación: no tengáis miedo y que dio la vuelta al mundo. En su país natal Polonia, dominado por aquél entonces por el comunismo soviético, retumbaron aquellas palabras en el movimiento obrero católico liderado por Lech Walesa, que 10 años más tarde se convertiría en el enterrador de las doctrinas marxistas e inspirador de los más grandes cambios políticos del Siglo XX.