Dorancel Vargas Gómez, bautizado “el Comegente” por la prensa de Venezuela, no es, como también lo llamaron, un “Hannibal Lecter de los Andes”. Sí mató y descuartizó a cinco hombres; sí devoró sus restos bajo un puente a fines de los años noventa.
Pero él no posee un intelecto privilegiado; ni seduce a sus víctimas como el personaje del cine, vestido con una braga de presidiario. No. Dorancel es un campesino iletrado y un victimario sin conciencia; el primitivo instrumento de dos fuerzas que siempre lo dominaron: la ignorancia y la locura.
Esta semana, sin buscarlo, el asesino que llevaba años olvidado ha vuelto a ser noticia en América Latina. Pero su protagonismo ahora es una vergüenza compartida: Dorancel, dicen los testigos, desmembró a tres hombres que otros habían matado. La pericia dormida en sus manos fue convocada por tipos más decididos y crueles.
El pasado 8 de septiembre, en los Andes venezolanos, durante el horario de visita a los calabozos de la policía del estado Táchira, una banda de reclusos armados decidió tomar rehenes: nueve mujeres y dos policías fueron obligados a quedarse. Los reclusos exigieron mejores condiciones, visitas conyugales frecuentes y traslados al centro penitenciario de Tocorón, ubicado en el estado Aragua, donde uno de los líderes ya había cumplido una condena.
El motín hizo ruido y amenazaba con salirse de control pero el gobernador del estado, el oficialista José Vielma Mora, y la ministra del Servicio Penitenciario, Iris Varela, tardaron semanas en responder.
Consideremos primero el hacinamiento: la vecindad extrema y forzada que obliga a decenas o centenares de hombres, en tantas cárceles de nuestra región, a convivir en espacios oscuros y nauseabundos. Según el Institute for Criminal Policy Research, la población reclusa ha venido creciendo en Venezuela. Hoy su tasa es de 178 prisioneros por cada cien mil habitantes; mientras los demás países de América Latina muestran cifras similares o peores: Argentina (160), Ecuador (162), México (212), Colombia (244), Chile (247) y Brasil (301), entre otros.
El Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) dice que la cifra de hacinamiento en los penales del país realmente ronda el 210 por ciento; y trepa hasta el 800 o 1000 por ciento en los calabozos policiales, como el de Táchira, donde se acumulan hombres en espera de sus condenas.
Nadie debería permanecer más de 72 horas en esos sitios, pero es común que los detenidos se queden allí durante largos periodos. Esa anomalía es producto de distintas irregularidades: jueces corruptos, normas ignoradas y policías sobornados.
En estos calabozos vive Dorancel desde que lo capturaron por sus múltiples homicidios en febrero de 1999.
En ese entonces la justicia lo consideró inimputable por su demencia, y dictó una medida de seguridad que lo salvó del presidio en una cárcel; pero, al mismo tiempo, lo condenó a algo similar en una celda supuestamente provisional. En ese espacio diseñado para 200 hombres, hoy repleto con 389, fue donde estalló el motín.
Los familiares de los reclusos acamparon durante días en las afueras del cuartel, exigiendo que las autoridades tomaran alguna acción que abortara el desastre. Los líderes de la toma, mientras tanto, les exigían a las familias sumas altísimas a cambio de respetarles la vida a sus hijos y esposos detenidos. Para subir la presión, empezaron cortándole un dedo al primer desdichado de la lista.
Los policías, por su parte, fueron violados. Y a aquellos por los que no pagaron, les fue todavía peor: los asesinaron después de torturarlos. Juan Carlos Herrera, padre de una víctima, describió el horror frente a las cámaras: dijo que en total hubo tres muertos y que los colgaron hasta desangrarse. Pero hubo más porque para desaparecer los rastros de esa atroz tarea llamaron a Dorancel.
Él llevaba casi dos décadas tranquilo, medicado, trabajando en ocasiones como asistente de los policías. Pero los reclusos lo obligaron a descuartizar los cuerpos. Después los cocinaron y amenazaron al resto: o comían, o morían. Muchos se resistieron, pero los castigaron con martillazos en la cabeza y otros golpes. Entonces comieron a la fuerza.
Sobre estos actos violentos circularon algunos videos en las redes sociales. Y por fin, cuando la toma del cuartel iba a cumplir un mes de pesadilla, la ministra Varela entró y cumplió las demandas: los líderes lograron su traslado y desmontaron la protesta. Luego seis policías fueron detenidos y acusados de complicidad: solo así pudieron entrar a los calabozos las armas que se usaron durante el motín.
A veces las desgracias se juntan y conspiran. A la toma se unieron el hacinamiento y la corrupción policial, la impunidad y el abandono oficial. Y todo eso, mezclado, estalló junto a la celda de “el Comegente”, quien sobrellevaba su enfermedad alejado de su fama de asesino múltiple hasta que las circunstancias lo pusieron de nuevo frente a la bestialidad.
En los calabozos de Táchira resurgió el canibalismo que tanto escandalizó a esa comunidad a fines de los noventa. Pero en esta ocasión los hombres que comieron de otros hombres no lo hicieron por necesidad, como aquel equipo uruguayo en las cimas de los Andes; tampoco por enfermedad, como lo hizo Dorancel en su momento. Esta vez fue maldad pura y banal.
Dorancel mató a varios hombres y se los comió después de hacer lo mismo con varios animales, como perros y pájaros. Su mente delirante no veía diferencias ni prohibición moral. El desenfado de los delincuentes que lo forzaron bordea esa forma de locura: la que no ve impedimento ni censura en el acto de asesinar para luego digerir.
El OVP ha explicado el hacinamiento con tres causas precisas: retardo procesal (juicios que no llegan o tardan mucho en llegar), falta de nuevas prisiones y el uso del presidio como herramienta casi exclusiva de sanción penal. El resultado es un círculo vicioso que no incluye la rehabilitación ni la reinserción en la sociedad. El fin de la violencia carcelaria exige un coctel que resuelva estos cuellos de botella.
También existe un cuarto ingrediente: el tratamiento diferencial para enfermos mentales convertidos en delincuentes, como Dorancel. Y lo contrario: evitar que los delincuentes terminen desequilibrados.
Porque la moraleja de este caso, si existe alguna, es quizá que en los momentos de mayor crueldad, cualquier hombre cuerdo puede ser peor que uno desquiciado.
Fuente: nytimes.com Imagen: Nicolás Ortega