Soy padre de un joven que recién cumplió su mayoría de edad. Nació a la par del régimen actual. Él ha tenido la fortuna de formar parte de esa pequeña fracción de país que aún se autodenomina clase media, cuenta además con una familia estructurada y padres ocupados de sus estudios y su desarrollo. A pesar de ello, mi hijo ha estado muy cerca de caer en las tinieblas de la inseguridad y las tentaciones del camino fácil detrás las drogas y los “amigos” sin oficio conocido, pero que despliegan una vida de potentados.
Formo parte de esta generación de papás con estómagos anudados y ulcerados que sufrimos de día y nos desvelamos de noche, a la luz de un celular enviando y recibiendo mensajes casi de SOS que apenas tranquilizan, y no nos dormimos hasta que nuestros hijos están más o menos a salvo dentro de las casas.
Estos, nuestros hijos, también son hijos de la noche. Se han convertido en los habitantes solitarios de unas ciudades desérticas en las que sólo transitan ellos y la amenaza del robo, el secuestro o el asesinato. No por casualidad, la seguridad es entonces un tema obligado de conversación en el hogar. El mío, como el resto de los todopoderosos adolescentes, se siente de teflón a los peligros de la calle y con frecuencia subestima mis recomendaciones e instrucciones sobre los riesgos de la ciudad. Qué difícil demostrarles que la línea entre la vida y la muerte está en pasear por la ciudad sin rumbo conocido, en quedarse unos minutos demás en cualquier arepera o, simplemente en mirar a un envalentonado que devuelve el gesto a balazos.
Somos los padres de la inseguridad, una nueva especie de pre víctimas que morimos un poquito cada noche. Sobre cómo hacer compatible los ímpetus de la temprana juventud y la violencia callejera he hablado y escrito en el pasado, y reconozco que cada vez me resulta más difícil encontrar recomendaciones efectivas, más allá de dejarlos trancados haciendo pijama parties y atormentando a los vecinos.
No quiero, sin embargo, ser portador de la desesperanza porque junto a mi angustia ulcerada también veo a chamos que como nunca antes están aprendiendo a vivir en el campo minado que hoy llamamos Venezuela. Hoy, los jóvenes, a pesar de la separación que impone la inseguridad, cuentan con redes poderosísimas de datos. Se enteran de todo casi en tiempo real y se advierten de amenazas con una agilidad asombrosa. He sabido de adolescentes que han compartido por Periscope un intento de secuestro. Asimismo, se informan sobre lo que ocurre en determinados lugares y quiénes son considerados como amistades no deseables porque representan peligros para la seguridad.
A pesar de las durezas de la realidad y la violencia no podemos confundirnos. Si somos los padres de la inseguridad es porque también tenemos hijos de la inseguridad. Unos y los otros sufrimos por igual, pero nosotros somos los adultos y por tanto, los llamados a establecer los límites que exigen situaciones extremas como las que estamos viviendo. En ocasiones es preferible soportar un berrinche adolescente que lamentarnos toda una vida por una desgracia que quizás hubiéramos podido evitar.
@seguritips