El pasado 13 de noviembre entre las 9:17 y las 9:53 minutos de la noche en las adyacencias del estadio Saint Denis, a 10 kilómetros de París, explotaron tres bombas de mediano poder adosadas en cinturones a los cuerpos de igual número de atacantes suicidas, y que causaron diez muertes de personas reunidas en una brasserie cercana.
En el estadio se escenificaba un juego de futbol amistoso entre Francia y Alemania. El presidente francés Francois Hollande se encontraba en el sitio presenciando el partido. Con la última explosión, el Sr. Hollande fue evacuado de emergencia en un helicóptero militar que lo esperaba en el atrio del estadio. Se especuló con la hipótesis válida que los terroristas consideraron en su plan inicial entrar como público al foro de juego, sin embargo, las intenciones se diluyeron ante las disuasivas fuerzas policiales que protegían el evento.
Desde la ventana de mi hotel al Sur de París, observé la aeronave de Hollande sobrevolar lentamente y luego aterrizar en el Ministerio del Interior en la Place de Beauvau en el 7mo Distrito. En ese instante caí en cuenta que nunca había visto un helicóptero nocturno en París.
Por esas coincidencias y sincronicidades que nos da la vida, ese viernes estaba de visita en París y pude ser testigo de excepción de uno de los sucesos de mayor impacto para la realidad y la seguridad del país, cuna de la libertad en el mundo. Fueron momentos de gran angustia, que en minutos vaciaron a la ciudad de sus permanentes peatones asiduos de los cafés y bistrots repartidos en todas las aceras. El servicio de metro dejó de operar casi de inmediato, al mismo tiempo, la policía como en una coreografía mil veces ensayada, tomó todas las calles de la metrópolis, actuando de manera firme y a la vez discreta. Durante 4 horas continuas el desfile de ambulancias con sus tonos universales, fue lo único que llenó el espacio.
A la tranquilidad tensa de la calle, se contrapuso el torbellino de televisión y redes sociales informando con precisión y mesura en una manifestación espontánea de servicio público. Facebook por ejemplo, detectó mi ubicación y autogeneró una opción que me permitió informar a mi familia y amigos que estaba bien y a salvo de la tragedia.
En esas horas de toque de queda autoimpuesto por los ciudadanos parisinos, me vino a la mente otro contraste mucho más profundo; era aquella madrugada venezolana de febrero en 1992, que con sobresalto metió en la televisión a unos desestabilizadores desconocidos e impuso con verde militar un retiro obligado de la calle. En este escenario francés, quién apareció en las pantallas fue el presidente, que en solo cinco minutos explicó lo que se sabía de los atentados y delineó las primeras acciones que el gobierno estaba tomando para controlar la situación. Por cierto, nunca mencionó que se tratara de un magnicidio en Saint Denis.
Hoy, al terminar de escribir estas líneas, vi con satisfacción una resiliente pancarta parisina que en buen venezolano pudiera traducirse como: “Terrorista con mi calle no te metas”.
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