El enfrentamiento entre el FBI y Apple refleja el intento de las agencias de seguridad de cambiar las reglas para ampliar sus controles.
El pulso entre el FBI y Apple por la tecnología de encriptación integrada en los iPhone es la cara más visible —y reciente— de una lucha en la que están en juego no solo el acceso a un terminal y los datos que contiene, sino las libertades individuales y los derechos civiles de millones de personas. Es, también, la punta del iceberg de una disputa mucho más importante y trascendental que nada tiene que ver con la novedad y el lustre del último cacharro tecnológico aparecido en el mercado —como en momentos lo hace parecer la cobertura mediática—, sino con la estructura misma y de los fundamentos políticos de las democracias liberales.
Las dos posturas en el pulso se resumen en esto: o bien se trata de un caso rutinario en el que un juez solicita la colaboración de una empresa privada en una investigación criminal (la versión abreviada del FBI), o, por contrario, de una intrusión más por parte del Gobierno en los asuntos de una empresa privada (la versión de buena parte de Silicon Valley y de la prensa tecnológica apologista).
Sin embargo, en el centro de la controversia —que tiene alcances que van mucho más allá de Estados Unidos— existe una intensa disputa por redefinir el marco legal de la relación entre el Gobierno, las agencias de seguridad del Estado y los nuevos usos sociales de la tecnología —en el sentido más amplio de la palabra: desde las llamadas y mensajes de teléfonos móviles y la información almacenada en ellos, hasta los extensos contratos que firmamos casi a diario al aceptar los términos de uso de los servicios digitales que gobiernan los datos que generamos—. Aunque Apple ya había recibido este tipo de solicitudes en el pasado, el alcance e implicaciones de esta petición en particular obligó a la empresa a hacer pública la disputa para intentar ganarse el favor —o al menos la comprensión— de los cientos de millones de personas que compran sus dispositivos.
En resumen, la solicitud del FBI pide a Apple que cree una versión especial de su sistema operativo para acceder a los datos de un teléfono cifrado que utilizó uno de los atacantes de la matanza de San Bernardino (EE UU) en diciembre pasado. El riesgo, como lo entendió bien el abogado y académico especializado en propiedad intelectual Lawrence Lessig hace ya casi 20 años, es que, al final, «code is law»(código es ley). Es decir, la arquitectura y reglas del código — en el sentido informático— que se utilizan para programar nuestros dispositivos digitales establecen, de facto, las reglas sociales del juego; una especie de legislación paralela que rige múltiples aspectos de nuestras vidas digitales.
Y ello, al margen de si legislamos formalmente sobre ellas o no; de si las sometemos a algún tipo de proceso democrático o la dejamos en manos de empresas privadas —una de las grandes contradicciones de la democratización de la tecnología—.
Así, lo que a primera vista parece un requerimiento judicial habitual es, en realidad, un intento de establecer nuevas reglas y ensanchar el alcance de las agencias de seguridad. Un intento, por la puerta trasera, de extender el alcance de los instrumentos de vigilancia del Estado que el propio Congreso estadounidense rechazó el martes pasado al escuchar las explicaciones de Apple y el FBI. Yochai Benkler, otro experto en el tema de la Universidad de Harvard, se posicionó a favor de Apple explicando que el fondo del asunto no es la falsa dicotomía entre privacidad y seguridad. El problema, en realidad, tiene mucho más que ver con la deriva de las instituciones a partir del caso Snowden —y, en cierto modo, ya desde el 11-S— a extralimitarse y atribuirse nuevos poderes sin mecanismos de control democráticos, justificando su postura dentro de la lógica incontestable de la seguridad del Estado.
Con la predominancia de Silicon Valley, Europa tiene poco que pueda hacer para nivelar su posición de juego
Esta misma semana, las autoridades brasileñas detuvieron en São Paulo a un directivo de Facebook porque WhatsApp (la compañía de mensajería que pertenece a Facebook pero que no está integrada en la misma empresa) no les proporcionó información sobre uno de sus usuarios. WhatsApp alega que se trata de información cifrada a la que no tiene acceso. Las autoridades brasileñas realizaron el arresto gracias a un vacío legal, porque ni existen definiciones claras sobre los límites que tienen para solicitar este tipo de información, ni se ha explicado claramente por qué detuvieron a un directivo de otra compañía. Lla respuesta abreviada es porque WhatsApp no tiene oficinas en Brasil, lo que abre otro complejísimo tema sobre jurisdicción y territorialidad en la era digital.
Sobre este último punto, la Comisión Europea acaba de negociar con las empresas tecnológicas y las autoridades estadounidenses unas reglas básicas sobre protección y trasvase de datos entre territorios. Se trata de un acuerdo alcanzado de mala gana por ambas partes que, además de ser insuficiente porque omite temas importantes, podría ser solo el principio de una negociación más amplia en el marco del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés). En este sentido, con la predominancia tecnológica de Silicon Valley, Europa tiene todo por perder; hay poco que pueda hacer para nivelar su posición de juego.
No, la disputa entre Apple y el FBI no es solamente entre la policía y una empresa privada en un tribunal de California. Nos estamos jugando, en realidad, la esencia misma de los derechos civiles, sociales e individuales que fundamentan la convivencia en las democracias liberales. Reitero que la única salida que tenemos a este entuerto es compleja y sencilla a la vez: politizar la tecnología. Porque la conversación pública sobre tecnología, innovación y su valor social, sobre cómo afecta a la vida cotidiana, está vacía de una dimensión política fundamental.
Fuente: tecnologia.elpais.com