Prevenir y corregir son probablemente los verbos más importantes de la seguridad. Si bien, sobre la prevención se trabaja continuamente, es muy poco, sin embargo, lo que hacemos por ajustar o enmendar luego de fallar. No corregir o hacerlo tardíamente, resulta en una de las vulnerabilidades más significativas en la gestión de riesgos. Más aun cuando en la seguridad los errores significan vidas humanas, pérdidas de activos críticos y en ocasiones, daños profundos a la reputación.
Para la seguridad, corregir tiene un poderoso doble efecto, cerrar una brecha para no volver a caer en ella y, al mismo tiempo, capitalizar el fracaso para aprender de la experiencia y optimizar los procesos. Pero existe además un efecto superior, y es que, cuando se corrige a tiempo, también se ejerce la prevención y se cierra el círculo virtuoso de la realimentación positiva. Es la experiencia convertida en aprendizaje.
Corregir en general se asocia con castigar, dándole de entrada una valoración negativa a la acción de rectificar. Es evidente que ninguna corrección es agradable y usualmente no nos gusta recibirla, aunque como dice el Nuevo Testamento; después de pasar por ella, nos da como fruto una vida honrada y en paz (Carta a los hebreos).
La seguridad ciudadana en el marco democrático como modelo político de convivencia depende significativamente de corregir oportunamente. Un niño que se forma en el seno amoroso de su familia resulta mucho más fácil de disciplinar, que un joven de 11 años que comete delitos porque no contado con el necesario freno reparador de la corrección asertiva de la infancia.
El auge delictivo de los últimos años en Venezuela está directamente vinculado con la pérdida del poder de corrección del Estado y sus instituciones. Comenzando por las escandalosas cifras de impunidad en delitos como el homicidio, con 9 de cada 10 asesinatos no judicializados y mucho menos castigados, hasta la violación de normas básicas de convivencia del ciudadano sin que ello tenga los más mínimos efectos sobre el trasgresor, preocupa como todo el sistema de pesos y contrapesos formado por la rectificación, la corrección, el castigo y la recompensa ha perdido efecto en el individuo, la familia y el Estado, dejándonos en la anomia social, en la que a pesar de la cantidad de normas que se supone deben regir la vida ciudadana, no se evidencian grandes intenciones por respetarlas y menos por hacerlas cumplir.
Las corporaciones y los particulares sufren hoy como nunca el costo de la ausencia de acciones correctivas sobre faltas. Es común escuchar de los gerentes de seguridad cómo empleados capturados en flagrancia durante un acto delictivo, no pueden ser despedidos porque las autoridades laborales subestiman las denuncias y obligan a mantenerlos en nómina retando abiertamente los códigos de conducta y los valores rectores de las organizaciones.
Una sociedad que no corrige está huérfana de conducción y disciplina, convirtiéndose en víctima de sus propios errores y perdiendo los beneficios y capacidad de resiliencia que brinda la capitalización de los fracasos.
James Hunter, escritor norteamericano dice acertadamente en su libro La paradoja que la palabra «disciplinar», viene de la misma raíz que «discípulo», y significa enseñar o entrenar. El objetivo de cualquier acción disciplinaria debe ser corregir o cambiar un comportamiento. Se trata de entrenar a la persona, no castigarla.
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