Definir al terrorismo no es un mero ejercicioacadémico. Nunca lo ha sido, y muchomenos en estos días. De la definiciónque adoptemos depende en buena medida la forma como analizaremos la realidad,así como las decisiones derivadas de ese análisis.
Jessica Stern, quien ha investigado estamateria desde la Universidad de Harvard, describe al terrorismo como “el empleoo la amenaza de violencia contra no combatientes, con una finalidad de venganzao intimidación, o para influir de alguna otra forma sobre un determinado sectorde la población”.
Stern omite deliberadamente el detalle dequiénes pueden cometer actos terroristas, con la justificación de que la nociónacuñada por ella abarca a “una amplia gama de posibles actores”, incluyendo alos Estados y sus agentes, grupos supranacionales o meros individuos.
Más allá de eso, su última obra sobre el tema (Elterrorismo definitivo. Buenos Aires. Granica, 2001) poco o nada refiere entorno a una de las modalidades del terrorismo más difíciles de atacar, como esel que parte del propio aparato estatal. En estaslíneas no se pretende una crítica a la obra de Stern –por demás ilustrativa deun fenómeno interesantísimo-, sino llamar la atención hacia una omisiónfrecuente entre los académicos.
Ya en otras oportunidades hemos sostenido quelas definiciones de terrorismo dependen de quien las escriba o divulgue. De manera que en estricto sentido no sontales, sino meros conceptos. Para elBuró Federal de Investigaciones, por ejemplo, el tema de los perpetradores esvital. De eso dependen sus actuaciones, y acaso una buena tajada adicional enel presupuesto. Otro aspecto esencial,tanto para este despacho como para instituciones supranacionales, es lailegalidad de la acción violenta. Deesa forma se establece un contraste con el ejercicio de la fuerza “legal”, através de las policías y las fuerzas armadas.
Del otro lado, en los grupos que ejercen algúnactivismo, el mote de terrorista sirve para endilgárselo a algún sector de losgobiernos a los que ellos se oponen. Hacen lo que Russell llamaría definicionesostensivas: levantan el dedo y señalanal blanco de sus críticas. En España,por ejemplo, ETA denunció los desmanes de los Grupos Antiterroristas deLiberación (GAL). El Gobierno hace lopropio con los separatistas vascos. Yno le faltan evidencias. Los palestinosseñalan a Israel, mientras que el Estado Judío orienta sus acusaciones contraestructuras específicas.
En perspectiva, es más sencillo demostrar lasactividades terroristas de grupos como ETA o Hamas que las denunciadas contralos estados de España e Israel. Elterrorismo de Estado es elusivo, se esconde en estructuras paralelas al aparatooficial que permiten por lo general una “negación posible” (plausible denial,en inglés). En Latinoamérica tenemosexperiencias terribles, que nos indican cómo la única norma de un régimen paraperpetuarse viene a ser la violación de la propia norma.
Carapintadas de Argentina; Caravana de laMuerte en Chile; Batallones de la Dignidad en Panamá….Todas estas estructurasnacieron y actuaron por años con el apoyo de regímenes imperantes en susrespectivos países. Fujimori demostróque el terrorismo de Estado también es aplicable en un ambiente de democracia formal. Los muertos de La Cantutaestán allí para demostrarlo.
Como esta forma de terrorismo parte del propioaparato estatal, es muy difícil para las organizaciones que hacen vida dentrode un país aplicar los correctivos a tales situaciones sin la colaboraciónactiva de organismos internacionales, como podría ser la ComisiónInteramericana de Derechos Humanos. Noobstante, la experiencia centroamericana ha demostrado que tales instanciassuelen ser rebasadas por la realidad, y cuando emiten un pronunciamiento ya esdemasiado tarde para hacer justicia.
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