Dentro de los debates éticos en la profesión médica, la eutanasia goza de una singular actualidad. Después de años, una gran literatura médica ha sido publicada a favor y en contra. La discusión gira alrededor de la tensión entre los imperativos éticos para aliviar el sufrimiento, particularmente en pacientes terminales quienes toman una decisión consciente de finalizar sus vidas, y la proscripción contra la participación del médico y otros profesionales de la salud en el control de una vida.
El tema no es nuevo, a finales de 1939 se encontraba en la Clínica Pediátrica Universitaria de Leipzig, dirigida entonces por el profesor doctor Catel, un niño ciego y subnormal con sólo dos extremidades. Su abuela dirigió una solicitud a Hitler para garantizarle la llamada «mercy killing» o muerte por compasión.
Hitler envió a su médico particular, el doctor Brandt, quien, tras una consulta con el doctor Catel, autorizó la aplicación en ese caso de la eutanasia.
El 18 de agosto de 1939 se dispuso la obligación de declarar los recién nacidos con defectos físicos. Tres peritos de la máxima solvencia, entre ellos el doctor Catel, decidían la muerte o la vida del niño y extendían una autorización, fundándose en el formulario de las declaraciones. Los médicos de los 21 departamentos pediátricos de Alemania habían sido instruidos verbalmente de que este escrito otorgaba la autorización para matar al niño. Se calcula en unos 5,000 el número de niños exterminados, mediante la administración de morfina o luminal. Poco después, Hitler dictaba las normas legales que legitimaban en el ordenamiento jurídico de la Alemania Nacional Socialista, la eutanasia.
Por primera vez en la historia, la autoridad política emanada de unas elecciones rigurosamente democráticas aprobaba la supresión de «vidas humanas sin valor», que permitió la puesta marcha de la llamada Acción T-4, programa nazi de implantación de la eutanasia.
Las razones de su aprobación fueron motivos supuestamente «humanitarios», muy parecidos a los que se alegan en la actualidad. Era el inicio de un vasto plan de exterminio quo arrojó un saldo de seis millones de vidas y el único precedente legal -bueno, es hoy recordarlo- las iniciativas parlamentarias que pretenden actualmente, en algunos países de Europa y América, despenalizar la eutanasia en determinados supuestos.
La eutanasia, es la terminación deliberada de la vida de un paciente en orden a prevenir posteriores sufrimientos. Es decir, se entiende como acción u omisión que por su naturaleza o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor.
Es bueno detenerse aquí; dado que el debate se plantea desde en equívocos y muchas veces con una terminología que oculta el verdadero carácter del acto. Así, conceptos como «derecho a disponer de la propia vida», «derecho a una muerte digna», «morir con dignidad», ocultan el intento de dignificar el suicidio y la cooperación homicida con el suicida.
El simplismo con que suele plantearse a la opinión pública un tema tan complejo, lleva a dudar del valor real de las abundantes encuestas a favor de la eutanasia que esgrimen sus partidarios, y cuyo objetivo es crear la falsa imagen de una «amplia demanda social». Como la terminología empleada es muy confusa, incluso para los entendidos, hay fundadas sospechas de que el encuestado contesta muchas preguntas tal como el encuestador pretendía. Me pregunto si no estaremos ante una campaña de marketing tendiente a crear una opinión pública favorable, técnica que en países, llámense desarrollados, ha sido muy útil en las campañas proaborto.
Ahora, analicemos los argumentos esgrimidos para su legalización:
1) La primera es la razón de la libertad o autonomía: cada persona tendría derecho a controlar su cuerpo y su vida incluso su muerte.
2) La segunda, estima que la vida del paciente puede carecer de valor según criterios objetivos: dolores insoportables, estado terminal, como irreversible, senilidad avanzada, situación de grave postración física o psíquica. Aquí la elección del paciente puede ser una confirmación del juicio objetivo, pero en el caso de que no expresara su parecer el médico o los familiares pueden interpretar en vez del paciente su supuesto deseo de no permanecer vivo en tales condiciones.
Por tanto, lo que justifica aquí el homicidio por piedad no es la voluntad autónoma del paciente, sino el presunto amor compasivo del médico.
Estas actitudes corresponden a dos visiones de la ética médica muy difundidas actualmente: la escuela de la compasión y la escuela de la autonomía. A pesar de sus diferencias, ambas coinciden en negar que la medicina sea intrínsicamente una profesión moral con principios que puedan poner límites a lo que los médicos o enfermos consideran subjetivamente más conveniente.
Vale la pena recordar aquí el juramento hipocrático por los valores éticos que encierra: «Jamás proporcionaré a persona alguna un remedio mortal, si me lo pidiese, ni haré sugestión alguna en tal sentido; tampoco suministraré a mujer alguna un remedio abortivo. Viviré y ejerceré mi arte en santidad y pureza» (siglo V a.c.)
Vale preguntarse: ¿la sociedad ha cambiado tanto como para perder esa actitud de respeto ante la vida y la muerte?; ¿cual será el nuevo código de ética por el jurarán nuestros graduados?; ¿por qué se exalta la dignidad humana y en los hechos se le denigra?; ¿es éticamente neutra la profesión médica?
Según la primera escuela, la medicina es moralmente neutral y sólo se usa bien cuando se adapta a los deseos del paciente. Según la segunda escuela, lo que hace éticamente buenas las acciones del médico no es la voluntad del paciente, sino el motivo filantrópico y compasivo del doctor, no en cuanto profesional sino en cuanto ser humano.
Sin embargo: ¿cómo se puede probar de un modo objetivo que un médico ha matado a un paciente por compasión?; ¿qué se entiende por sufrimientos intolerables?; ¿cómo se puede determinar la validez del consentimiento, cuando en el contexto emocional que rodea al paciente pueden darse distintos grados de miedo, ansiedad y depresión? La petición del paciente no es necesariamente una base firme, porque es sabido que en realidad, pedir la muerte a menudo significa algo más: puede ser una petición de ayuda y compresión ¿Quién sería el encargado de matar al enfermo? En caso de ser el médico, esto desvirtuaría la esencia de su profesión llamativamente con aquellos que por su situación, necesitan tener más confianza en él ¿Cuál es el caso límite que plantea tal recurso humanitario? Enfermos terminales, se dice en un principio, pero sus defensores ocultan sus verdaderos propósitos, ya que son partidarios de aplicar también la eutanasia a determinados enfermos no terminales; adultos con incapacidades mentales, esclerósis múltiple, paraplejía, anomalías neuromusculares, etcétera. ¿Esto no nos hace recordar alguna época pasada?
Hoy en día es necesario afirmar, que la medicina no se opone al cese del tratamiento cuando sólo sirve para prolongar la muerte, ni al uso de ciertas medidas para aliviar el sufrimiento, aunque tengan como inevitable consecuencia abreviar la vida.
Los médicos nunca deben provocar la muerte; la medicina no está para eso, aunque alguna ley lo permitiera o sea solicitado por el paciente, su familia o un comité de cuidados hospitalitarios.
Una muerte digna encuentra respuesta, no en la legalización de la eutanasia, sino en el desarrollo y difusión de cuidados paliativos, tratando de eliminar el sufrimiento y no al ser humano que sufre, compartiendo sus temores e incertidumbres, en la actitud solidaria de sus familias hasta sus últimos momentos.
Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie, además, puede pedir ese gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad, ni puede consentirlo explícitamente o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida.
Nota: Este artículo del Dr. Costa fue publicado en «La Prensa» de Argentina y reproducido aquí con la autorización del Dr.