¿Son necesarios los militares? En países como Costa Rica, la respuesta parece obvia: no. Pero en un mundo tan convulsionado la opción escogida generalmente es la opuesta a la de este país centroamericano.
Desde una perspectiva militarista, las fuerzas armadas siempre tendrán una razón de vida, ya sea para enfrentar conflictos reales -internos o externos- o para prevenir los posibles; para preservar un sistema o para gobernar los destinos de un país.
Desde un punto de vista que reivindique lo civil, y salvo posiciones extremas como la de Savater, los militares también encuentran justificaciones referidas esencialmente a la administración legal de la violencia. En los últimos tiempos, sin embargo, se ha puesto énfasis en que los cuerpos castrenses no pueden ser autárquicos, sino que deben estar sujetos a un permanente control externo. Si, como decía Von Clausewitz la guerra es el ejercicio de la política por otros medios, la política es algo demasiado serio como para dejarla en manos de los militares.
Las fuerzas armadas, aún en países de ejércitos populares como China, poseen una estructura piramidal. Están lideradas por élites profesionales, en las que el Estado invierte cuantiosos recursos. En el fondo, son un lujo que nos damos para nuestra propia defensa. El absurdo está en que ese conflicto que justificaría la existencia de las fuerzas armadas generalmente no llega, pero cuando empiezan a tronar las bombas el propio Estado convoca al resto de la población -que poco o nada conoce de armas- para que ayude a los militares a cumplir con la función para la que fueron formados.
Aún así, persiste en las sociedades una fascinación hacia lo militar, el culto a sus héroes, sus «rituales y rutinas», en fin toda esa parafernalia con la que según Dixon se persigue la banalización de la muerte y por ende un mayor apresto para la batalla. ¡Con qué facilidad los civiles acudimos a este sector para que nos saque las castañas del fuego, sin quemarnos nosotros las manos! Cuando la situación se pone difícil, acudimos a ellos para que nos salven de cosas tan disímiles como la calamidad pública, la delincuencia, la escasez de viviendas y la ausencia de lluvias.
Medir la eficiencia o la competencia de los militares de un país no es cosa fácil. La gran mayoría de ellos jamás ha entrado en combate, por una parte, y por la otra porque sus instituciones no proveen la información suficiente como para hacer una evaluación justa de ellos en el resto de la sociedad. Se impone entonces la necesidad de buscar otros criterios de valoración. ¿La prolongación de la paz? ¿La estabilidad política? Es poco lo que los militares, salvo honrosas excepciones, pueden hacer para gobernarnos o adelantar trabajos diplomáticos. Aún así siempre les queda el beneficio de la duda, pues igualmente en la política y en el servicio exterior hay una buena dosis de mediocridad.
Señala Geoffrey Regan que la competencia de los militares no puede ser concebida «de otra forma que no sea en términos de las normas militares imperantes en cada época». Si el propósito de las fuerzas armadas en un determinado tiempo y espacio es solamente prepararse para la guerra o hacerla, pues basta con sentarse a esperar los resultados. Victorias y derrotas hablarán por sí mismas. ¿Qué pasa si los militares, hastiados de tanta paz, amplían el espectro de sus funciones hasta la promoción del desarrollo nacional? Acaso ellos tengan lo que a los civiles nos falta para construir grandes países. O mejor dicho, grandes cuarteles.