Cobra cada vez mayor fuerza la noción de que los casos de terrorismo deberían ser juzgados en tribunales internacionales. Este es el resultado de una deducción lógica: como el terrorismo es un fenómeno globalizado, sus autores deberían ser sometidos a proceso en juzgados que no obedezcan a los dictámenes de un Estado específico, sino a los de alguna organización que esté por encima de ellos.
El resultado de la última encuesta de Segured refleja esta creencia, respaldada además por el criterio de juristas como el representante de la organización Amnistía Internacional en Venezuela, Fernando Fernández -quien es colaborador de nuestro portal-. En un artículo, escrito poco después de los atentados del 11 de septiembre del 2001, este abogado sostuvo que la Corte Penal Internacional (CPI) es «el foro adecuado para procesar y castigar a los culpables» de tales hechos. En la misma línea se mostró la editora de la revista The Nation, Katrina Vanden Heuvel, quien afirmó durante una entrevista que si Estados Unidos apoyase esta idea demostraría que posee un sentido de justicia.
En realidad, no es la primera vez que se ventila la propuesta de instituir una corte penal internacional hábil para conocer casos de terrorismo. De hecho la CPI, que entró en vigencia este año, tenia entre sus planes iniciales entrar en ese terreno. Pero, tal y como lo relata un artículo de Carlos Castillo en La Revista Peninsular de México, «en lo respectivo al terrorismo no fue posible llegar a una definición exacta de sus características, por lo que quedó excluido de la jurisdicción de la CPI, no sin acotar que las consecuencias de un acto terrorista pueden ser considerados como crimen de lesa humanidad».
De tal forma que el tribunal penal internacional, con más de 130 naciones adherentes, está restringido a asuntos de genocidio, agresión, discriminación del tipo apartheid, crímenes de lesa humanidad y delitos sexuales o contra menores de edad en circunstancias específicas.
Se plantea otra vez un dilema que ya en los 80s del siglo pasado se podía vislumbrar en la famosa «guerra contra las drogas»: cómo luchar contra un delito internacionalizado desde unos sistemas judiciales que se basan en el principio de territorialidad. Esto es, que las normas tienen alcance para los ciudadanos que viven o tienen intereses en un espacio delimitado con antelación a la vigencia de esa norma.
La imposibilidad de llegar en el futuro inmediato a una definición comúnmente aceptada de lo que es el terrorismo obligará a los estados del Primer Mundo a asumir una estrategia más agresiva en los planos diplomático y policial-militar, con la finalidad de mover el debate hacia un área de consenso que les permita trazar futuros acuerdos. Como quiera que las definiciones actualmente aceptadas dentro del propio territorio estadounidense indican que el terrorismo es el uso ilegítimo de la violencia -o la amenaza de ella- para la obtención de fines políticos, resulta poco probable que terceras naciones entreguen a los solicitados por tales casos, debido a la llamada «excepción de ofensa política», orientada a impedir que los activistas de una causa sean perseguidos como si se tratase de delincuentes comunes.
El siguiente paso, tal y como lo visualizara Ethan Nadelmann en su tratado Cops Across Borders (Policías a través de las Fronteras), se refiere a la criminalización del acto terrorista. El horror vivido en el Centro Mundial del Comercio facilitará esta tarea, quizá en forma peligrosamente excesiva para las libertades ciudadanas.