Esta semana fue linchado el alcalde Benjamín Altamirano en Bolivia. El gobernante de la localidad de Ayo Ayo, indicaron los despachos internacionales, fue torturado y quemado hasta producir su muerte. El cadáver luego fue abandonado frente a su propia casa, y en una nota se indicaba que con el homicidio le habían cobrado su “mala conducta”.
Un mes antes, el alcalde de la población peruana de Ilave Cirilo Robles fue víctima de una arremetida similar por los vecinos del lugar. Al funcionario no sólo le cobraron con su vida el mal desempeño en su gestión, sino también las supuestas irregularidades administrativas en las que había incurrido.
Los linchamientos no nacieron con Charles Lynch, el hombre que en 1780 ejecutó a una banda de conservadores en Estados Unidos. El concepto aparece reflejado en la Biblia, cuando refiere que las mujeres adúlteras debían ser lapidadas. La ejecución de esa pena correspondía nada más y nada menos que a los propios habitantes del poblado en el que la fémina era sentenciada. Siglos después, Calderón de la Barca hizo una referencia sobre el particular en su obra Fuenteovejuna.
La noción inicial del linchamiento, sin embargo, dista mucho de lo que hemos visto durante las últimas semanas en Perú y en Bolivia. Aquella implicaba una forma de ajusticiamiento, según lo decidido durante un proceso previo. Era, por así decirlo, una de las tantas formas en las que podía concretarse la pena capital.
Pero los casos reportados últimamente en los países andinos tienen por lo menos tres características que deberían llamar la atención de las personas que se preocupan por los temas de seguridad: en primer lugar, la poblada actúa por voluntad propia, sin que se haya producido un juicio previo con todas las formalidades del caso. En segundo término, ya no se trata solamente de “cobrar” o resarcir el daño que le atribuyen a la persona por cometer un determinado delito, sino cosas tan caprichosas como un desempeño deficiente en las funciones públicas. Finalmente, las víctimas de estos linchamientos son figuras que supuestamente deberían encarnar la autoridad en sus respectivas localidades.
El linchamiento es una expresión de violencia colectiva, tal y como pueden ser los motines y los saqueos. Pero difiere de ellos en que quienes lo ejecutan sienten que de alguna forma están imponiendo la justicia que el Estado les niega. Cuando el objetivo de la agresión es una de las figuras que encarnan a ese Estado, el linchamiento adquiere características de verdadera subversión. Es el tribunal popular en acción.
Es obvio que este tipo de acciones debe ser repudiado. Pero no por ello podemos dejar de decirlo. El repudio a los linchamientos debe conducir al análisis inmediato de sus causas, pues de lo contrario los casos comenzarán a repetirse con mayor frecuencia, en virtud de la rápida circulación de las informaciones.
Es posible que quienes actúan contra un individuo formando parte de una multitud consideren que su responsabilidad penal se diluye. Por lo tanto, uno de los mensajes que debe transmitir el Estado, si en verdad le interesa rescatar su propia autoridad, es que cada quien deberá correr con las consecuencias de sus propios actos. No está de más recordar aquel principio de derecho según el cual “la responsabilidad penal es personalísima”.