En noviembre de 1969 Paul Branzburg, un reportero de 28 años del Louisville Courier-Journal, pasó unos días en compañía de dos hombres de la localidad con la finalidad de armar una historia sobre cómo ganarían 5.000 dólares con un lote de hashish. El artículo, titulado The hash they make isn’ t to eat, se publicó en la edición del periódico del 15 de noviembre. En el documento, Branzburg, un egresado de la Escuela de Derecho de Harvard y de la Unidad de Posgrado en Periodismo de la Universidad de Columbia, reveló que había cambiado los nombres de los dos hombres para proteger su identidad.
El artículo tenía como finalidad, tal como lo informó posteriormente el abogado de Branzburg, informar a los lectores sobre las opiniones de los “hippies y disidentes” quienes se estaban convirtiendo en una presencia cada vez más influyente en la vida de los estadounidenses.
Por su parte, “Larry” “Jack” dijeron que la razón principal por la que permitieron que Branzburg redactara la historia fue enfurecer a los narcotraficantes”.
Poco después de que se publicara la historia, Branzburg fue citado por el fiscal del distrito del condado de Jefferson a comparecer ante un gran jurado estadal que investigaba el comercio local de drogas.
Se le pidió dos veces que indicara los nombres de los hombres a quienes había visto en posesión de marihuana. El reportero se rehusó responder y el tribunal lo declaró en desacato. Pero esto no intimidó Branzburg, quien posteriormente escribió otro artículo, esta vez con detalles sobre el uso de la marihuana en Francfort, capital de Kentucky. Una vez más fue llevado ante un gran jurado e interrogado sobre los actos delictivos que había observado. Nuevamente se rehusó testificar.
Durante los dos años siguientes, la apelación de Branzburg se abrió paso hasta el Tribunal Supremo de Estados Unidos y se convirtió en el caso de referencia de una serie de disputas relacionadas con lo que en ese momento se denominó privilegio del periodista: el derecho del reportero a no revelar las fuentes de sus historias, aunque haya observado a esas fuentes realizando actos delictivos. Fue la primera vez que el tribunal enfrentó directamente este tema. Luego del vigoroso interrogatorio al abogado de Branzburg, Edgar Zingman, los magistrados trataron de siluetear el alcance del privilegio que se les pedía reconocer. ¿Acaso Branzburg estaba exigiendo un derecho existir más allá de la ley?, se preguntó el magistrado Potter Stewart.
¿si ese privilegio se basaba en el derecho a la libertad de expresión consagrado en la Primera Enmienda, entonces cualquier ciudadano podía reclamar el mismo derecho rehusarse a testificar? ¿Cuáles eran los requisitos para acceder a este privilegio?, se preguntó el juez primero del Tribunal Supremo Warren Burger. ¿Cubriría igualmente a un ciudadano común que investigara un crimen y luego escribiera una carta al editor sobre ese crimen? ¿Y a los panfletistas?
Los autores de Federalist Papers calificaban como periodistas?
Con movimientos de cabeza, Zingman acentuaba sus argumentos a favor de un privilegio más amplio, a menos que hubiera causas para creer que el reportero manejaba información específica sobre alguna amenaza actual a la seguridad nacional, la vida o libertad de una persona, y si en tales casos no hubiese ninguna otra forma de obtener la información.
El tribunal rechazó el argumento.
Con una decisión de 5 a 4, el tribunal dictaminó que no había basamento constitucional para que un reportero se rehusara a responder preguntas ante un gran jurado sobre sus fuentes, siempre y cuando la investigación fuera de buena fe. “Desde el principio de nuestro país, la prensa ha funcionado sin protección constitucional alguna para los informantes de prensa y la prensa ha prosperado”, sentenció el juez Byron “Whizzer” White en nombre de la mayoría.
¿La prensa seguía prosperando?
Pensé en la conclusión de White mientras estaba sentado en un banco de madera en el tribunal federal en diciembre pasado, releyendo la decisión y a la espera de argumentos para iniciarme en lo que muchos consideran como el caso más importante sobre la libertad de prensa desde la sentencia de Branzburg hace más de 30 años.
Un poco más allá estaban Judith Miller, de The New York Times, y Matthew Cooper, de la revista Time, conversando con pequeños grupos de seguidores en un salón del tribunal lleno de figuras de la élite mediática washingtoniana.
Ambos reporteros estaban apelando sentencias a prisión de hasta ocho meses por rehusarse a testificar ante un gran jurado federal que investigaba qué funcionario del gobierno de Bush le había revelado a la prensa la identidad de Valerie Plame, agente de la CIA, violando presuntamente la Ley de Protección de Identidades de Inteligencia.
(Robert Novak, el columnista que realmente expuso a Plame en la prensa escrita, brillaba por su ausencia). Aunque los casos de Miller y Cooper han sido los que más han captado la atención pública, difícilmente son los únicos reporteros que recientemente han tenido enredos con la ley.
En Rhode Island el reportero investigador James Taricani cumple una condena de seis meses de arresto domiciliario por rehusarse a decir quién le suministró una cinta de video incriminatoria relacionada con una investigación sobre corrupción.
En Washington, un juez federal declaró en desacato a cinco reporteros por rehusarse a identificar las fuentes que los alimentaron para los reportajes sobre Wen Ho Lee, el científico nuclear nombrado por la prensa como sospechoso de pasar secretos a los chinos.
En California, agentes del FBI allanaron la casa de Victor Conte, no para recoger evidencias para el caso del gobierno contra laboratorios Balco, propiedad de Conte, la compañía que le habría suministrado esteroides a la medida a deportistas estrellas, sino para descubrir quién filtró al San Francisco Chronicle testimonios del gran jurado relacionados con el caso.
Además de liderar la investigación en el caso Plame, el fiscal especial Patrick Fitzgerald también está buscando los registros telefónicos de Miller y de su colega del Times, el reportero Philip Shenon, con relación a la investigación de una organización de caridad islámica sospechosa de estar vinculada con el terrorismo.
Asimismo, se le ha solicitado al Departamento de Justicia iniciar una investigación sobre quién filtró a The Washington Post detalles sobre un programa secreto relacionado con un satélite, cuyo nombre en clave es “Misty”.
Cuando estos casos se consideran en conjunto, muchos los ven como signos emblemáticos de un momento de gran peligro para el periodismo. Los reporteros nunca han sido populares, pero durante mucho tiempo se ha pensado que la mayoría de los estadounidenses asumen que, según las palabras del juez Stewart, aunque la prensa puede ser “abusiva, falaz, arrogante e hipócrita”, es necesaria para el bienestar del país.
Parte de la frustración entre los detractores de la prensa ha sido, históricamente, el denso aislante que la protege de los deberes de la responsabilidad. La Primera Enmienda garantiza que las demandas por difamación sean costosas y difíciles de ganar, especialmente en el caso de figuras públicas. Pero tal como lo ha dejado en claro el caso Branzburg, esas garantías contempladas en la Primera Enmienda pueden proteger el producto final pero no se extienden necesariamente a la actividad de buscar la noticia. Durante la década de los noventa, las corporaciones comenzaron a explotar esta vulnerabilidad y a desafiar a los periodistas no tanto por la veracidad de sus historias, sino por la forma como obtenían la información.
Así, los reporteros podían ser objeto de acusaciones de “interferencia agraviosa con contrato” por inducir a un empleado a violar acuerdos de confidencialidad, o ser demandados por fraude si mienten en solicitudes de empleo para trabajar en compañías con la finalidad de realizar investigaciones encubiertas. Estas demandas no lograron triunfos aplastantes en los tribunales, pero para una prensa que funcionaba cada vez más como un apéndice de un consorcio corporativo, el peligro de tener que registrar largos juicios en su balance general tuvo el efecto de intimidación que se buscaba. Obviamente, la clave de la amenaza radicaba en la convicción de que el público (el jurado lector) odiaba a los medios mucho más de lo que odiaba a las grandes corporaciones.
En el nuevo siglo, el Gobierno y los abogados privados comenzaron a seguir el ejemplo de las corporaciones y a atacar a los medios, en especial el derecho de los reporteros a mantener la confidencialidad de sus fuentes. “Hasta ahora, esta es la actividad más atacada del periodismo”, señala Nathan Siegel, un abogado de Washington quien representa a varias compañías de medios. “Si me hubiesen dicho hace cinco años que pasaría la mayor parte de mi tiempo peleando por si los reporteros pueden o no conservar la confidencialidad de sus fuentes, no lo habría creído en lo absoluto”.
Sin embargo, no todos están tan alarmados. Jack Shafer, el crítico de medios de la revista online Slate, piensa que aunque la actual ola de casos es significativa, ha recibido una cobertura exagerada porque involucra a numerosos reporteros célebres de Washington.
“Hay un poco de necedad histérica en esto”, señala Shafer.
“El hecho es que los fiscales demandan todo el tiempo a las fuentes”, afirma Geoffrey Stone, profesor de derecho en la Universidad de Chicago. Señala que al rehusarse a testificar en el caso de la filtración ilegal de información, Miller y Cooper están tratando de ponerse fuera del alcance de la ley. “No hay ningún interés legítimo en proteger conductas delictivas”.
Bob Woodward, probablemente el reportero investigador más destacado de su época, cree que hay que apoyar a los periodistas que tratan de proteger a sus fuentes. No obstante, cree que en este caso en que se ha utilizado la confidencialidad para ocultar las fuentes que identificaron a Valerie Plame, los reporteros se están apoyando en una base muy débil. “Utilizo fuentes confidenciales más que la mayoría. Pero tiene que valer la pena correr ese riesgo. No creo que exponer a Plame valiera la pena”, señaló Woodward.
No obstante, para Judith Miller, cuando se centra toda la atención en cómo se filtró la información que expuso la identidad de Plame, se deja de lado un tema más amplio: si el Gobierno debería o no obligar a un reportero a dar testimonio sobre sus fuentes. “Siempre he sido la misma reportera. Soy fanática de proteger a las fuentes porque creo que son figuras vitales para el periodismo y para el reportaje de investigación en especial”.
En este aspecto, Miller cuenta con el claro respaldo de la directiva del Times. “No buscamos este conflicto, pero tenemos a una reportera que siente que es una cuestión de honor y existe el riesgo de que pueda ir a prisión”, señala Bill Keller, director ejecutivo del Times. “No es algo que podamos observar desde la barrera”.
El director del diario, Arthur Sulzberger Jr., es aún más firme al colocar el caso de Plame al lado de otros litigios que han sido hitos de la libertad de prensa para su diario: “Sabemos que Washington trabaja sobre la base de fuentes confidenciales. Si no podemos proteger a esas personas tendremos que llenar nuestro periódico con comunicados oficiales y cables de las agencias”.
África mía
De los casos que actualmente están en la palestra del sistema de justicia, el de Plame implica la amenaza más inmediata para el periodismo.
Para entender por qué, sería útil realizar una breve revisión de sus antecedentes. El 6 de julio de 2003, el ex embajador Joseph Wilson (esposo de Valerie Plame) escribió un largo artículo de opinión en The New York Times en el que criticaba al gobierno del presidente George W. Bush. En febrero de 2002, Wilson había sido enviado a África por la CIA para verificar información según la cual Saddam Hussein había tratado de comprar uranio enriquecida a Nigeria para la fabricación una bomba nuclear. Esta acusación fue una parte fundamental del caso del gobierno estadounidense a favor de una invasión preventiva a Irak. Pero en su artículo, Lo que no hallé en África, Wilson restó credibilidad a la historia y básicamente acusó al gobierno de manipular evidencias para justificar una invasión.
Una semana después, el columnista Robert Novak, de quien se cree tiene estrechos vínculos con el gobierno, expuso a Plame en una columna titulada La misión a Níger. El artículo afirmaba que la agente de la CIA había escogido a su esposo para la misión. La nota fue considerada por muchos como una jugada del gobierno contra Wilson a pesar de que contenía varios elogios sobre el ex embajador.
Tratar de adivinar lo que Novak había o no había dicho al gran jurado sobre sus fuentes para esa historia -identificadas en el artículo solamente como “dos altos funcionarios del gobierno” – es el nuevo juego de los cuerpos de prensa en Washington. Novak se ha rehusado a hablar del asunto.
El testimonio de cada hombre
Dos meses después de su apelación, Miller y Cooper contrataron los servicios del abogado Floyd Abrams, el fiscal de Nueva York ampliamente considerado como el decano de los abogados especializados en la Primera Enmienda.
Pero en esos días, Abrams no era una figura muy respetada por el panel de tres magistrados que atendían la apelación. En especial, el juez David Sentelle desafió reiteradamente a Abrams a distinguir entre la renuencia de Miller y Cooper a testificar ante el gran jurado y la renuencia similar de Paul Branzburg treinta años antes. Abrams intentó superar el reto, observando que había habido avances significativos en el campo de los privilegios periodísticos desde el caso Branzburg.
Sentelle se mantuvo inconmovible.
La hostilidad del juez David Tatel fue menos abierta, pero al igual que Burger en el caso Branzburg, Tatel trataba de hallar respuesta a la pregunta de quién calificaría para gozar del privilegio del reportero. Los jueces se preguntaban: ¿Si un blogger de la Internet filtrara ilegalmente secretos nucleares y los publicara en su sitio Web, tendría derecho a negarse a testificar sobre su fuente?
Abrams vaciló un poco antes de admitir que, bajo el privilegio que estaba buscando, el blogger tendría ese derecho. Un espasmo colectivo estremeció a todo el establishment mediático en la galería.
TRADUCCIÓN: VIOLETA LINARES
De acuerdo con la Ley de Protección de Identidades de Inteligencia, una persona que llega a conocer la identidad de un agente encubierto mediante información clasificada, puede ser sentenciada a 10 años de prisión por divulgar intencionalmente la identidad del agente. La ley especifica que quien deje filtrar la información debe haber tenido acceso a información clasificada sobre el agente y conocido su condición de agente encubierto. A pesar de estas advertencias, se levantaron voces que solicitaban una investigación penal y la designación de un fiscal especial. Es de hacer notar que entre quienes pedían una cabeza con mayor estridencia estaban los mismos medios que hoy en día tienen problemas con la investigación.
La mayoría de los estadounidenses asume que aunque la prensa puede ser “abusiva, falaz, arrogante e hipócrita”, es necesaria para el bienestar del país
Washington trabaja sobre la base de fuentes confidenciales. Si no podemos proteger a esas personas tendremos que llenar nuestro periódico con comunicados oficiales