La violación es sin duda un delito abominable. En él una persona, generalmente de sexo femenino, es sometida por otra u otras con la finalidad de sostener relaciones sexuales. Su característica principal es la violencia: la víctima no consiente la intimidad con su victimario.
Es muy difícil en estos casos establecer una sanción para el agresor que satisfaga todos los requerimientos de la persona ultrajada. Curiosamente, los códigos penales inspirados en el de Zanardelli señalan que la violación no es un delito contra las personas sino contra la moral y las buenas costumbres, lo cual permite suponer que en tales normas el legislador intentaba defender un bien jurídico diferente al de la integridad de los individuos, por una parte, y por la otra que el delito en sí mismo no era tan reprochado como podía serlo por ejemplo el de adulterio.
En su obra clásica, Cesare Beccaria señalaba que la pena debía ser proporcional a la gravedad del delito cometido. Lo hacía por una razón meramente pragmática: “Si una pena igual está establecida para dos delitos que ofenden desigualmente a la sociedad, los hombres no encontrarán un más fuerte obstáculo para cometer el mayor delito si encuentran unido a él un beneficio mayor”. Es el caso típico del secuestro, que en ocasiones es sancionado con penas de prisión menores que las de los delitos como robo.
Esto nos puede dar algunos indicios de lo que es menester en casos de violación. Pero el derecho penal moderno y la criminología han establecido que la pena no sólo tiene un carácter disuasivo, que podríamos llamar de prevención general de los delitos. Esta también debe buscar la corrección de la conducta que generó el daño, así como la retribución en lo posible de las pérdidas y sufrimientos que ha padecido la víctima.
Para lograr esta combinación de propósitos, en los casos de violación se requiere de creatividad. Las opiniones generales actualmente señalan que un violador debería ser condenado a la pena capital o a pasar un largo período tras las rejas –si es posible toda su vida-. Estas serían las salidas más fáciles, aunque no necesariamente las más justas. La eliminación física del condenado podría retribuir a la víctima en lo moral, pero nada más. De otra parte, una cadena perpetua podría ser muy gravosa desde el punto de vista social.
Cada expediente de violación debe ser analizado cuidadosamente. Las cifras levantadas por el Buró de Estadísticas de la Justicia de Estados Unidos señalan que en 3 de cada 4 casos la víctima y el victimario se conocían antes de cometerse el delito; que el 60% de los casos suceden en el entorno doméstico, es decir en la casa o muy cerca de ella; que en más de 9 de cada 10 casos la violación es cometida por un hombre, y que más de la mitad de las víctimas son mujeres con edades inferiores a los 17 años (Instituto Nacional de Justicia, 1998). Del otro lado, quienes cometen violación rara vez la perciben como tal, sino como la consecuencia lógica de una relación.
En este contexto podríamos señalar que el violador debe ser penado mediante un concurso de sanciones, acordes con la gravedad del caso. Las penas corporales son las aplicadas con más frecuencia, en parte porque los antiguos códigos así lo disponían en forma taxativa.
No obstante, el desarrollo de la ciencia ha permitido la elaboración de fármacos que inhiben los deseos sexuales. Esto ha sido llamado “castración química”. En teoría, esta modalidad atacaría un importante factor originador del delito al tiempo que permitiría al victimario una retribución del daño causado por la vía de la indemnización. Esto, sin embargo, debe ser acompañado de otras medidas como la de impedir el contacto entre las personas involucradas en el caso y la asignación de un programa de tratamiento psicológico o psiquiátrico para todas las partes.
En los casos de violación la creatividad de las sanciones no está reñida con la justicia.