La reciente publicación de la segunda declaración cuatrienal del Gobierno sobre la estrategia nacional no ha provocado la controversia que marcó a su predecesora en 2002, lo cual resulta todavía más extraordinario porque la declaración reitera la adhesión a la estrategia preventiva exactamente con las mismas palabras contenidas en la versión de 2002.
Cuando se presentó por primera vez, la doctrina de la prevención recibió críticas por ser contraria a los principios generalmente aceptados del sistema internacional, que llevaban tres décadas de evolución y estaban contemplados por la Carta de Naciones Unidas de 1945. Aunque las disposiciones de la carta eran, por decirlo suavemente, ambiguas —el Artículo 24 prohíbe todo uso de la fuerza «contra la integridad territorial o la independencia política» de otro país, y el Artículo 51 reconoce el derecho universal a la autodefensa nacional—, el marco jurídico funcionó suficientemente bien durante los años restantes del siglo XX. Las armas de destrucción masiva se extendían con relativa lentitud y la posibilidad de que fueran adquiridas por grupos que no fueran gobiernos ni se imaginaba. De ahí que en general se rechazara la ampliación del derecho a la autodefensa, porque el resto de la comunidad internacional no aceptaba una definición establecida por un solo país, que se reservaba el derecho de llevarla a la práctica.
El informe de 2006 se ha recibido con menos hostilidad en parte porque otros países han tenido más experiencia con las nuevas amenazas y en parte debido a que una diplomacia estadounidense más conciliadora ha dejado más margen para la consulta. Se ha llegado a reconocer con reparos que la prevención tal vez esté tan introducida en la tecnología y en la práctica internacional modernas que ya es hora de reconsiderar las normas actuales. Un grupo de estudio conjunto, formado por el Instituto Hoover de la Universidad de Stanford, y la Woodrow Wilson School de la Universidad de Princeton, ha celebrado dos conferencias presididas por el ex secretario de Estado George Shultz para explorar la relación entre la doctrina preventiva y las realidades mundiales de hoy en día.
La estrategia preventiva plantea un dilema inherente: se basa en suposiciones que no se pueden probar cuando se realizan. Cuando la posibilidad de acción es mayor, el conocimiento se encuentra en el mínimo. Cuando el conocimiento es elevado, a menudo han desaparecido las posibilidades de acción. Si se hubiera prestado atención a las advertencias de Churchill, podría haberse destruido la plaga nazi con un coste relativamente reducido. Una década después, decenas de millones de muertos pagaron el precio por la búsqueda de certidumbre de los estadistas de los años treinta.
La política estadounidense necesita navegar por este elemento de incertidumbre. La cuestión clave es cómo se debe definir la amenaza, y mediante qué instituciones se puede poner en práctica la resistencia. Si cada nación reivindica el derecho a definir sus derechos preventivos por sí misma, la ausencia de normas provocaría el caos internacional, no el orden internacional. Es necesario adaptar a la maquinaria de su funcionamiento algunos principios universales generalmente aceptados. Por supuesto, Estados Unidos, como cualquier otra nación soberana, acabará defendiendo sus intereses nacionales, por su cuenta si es necesario. Pero también tiene un interés nacional en hacer que la definición de interés nacional de otros países coincida lo más posible con la suya. Cualquier curso que confíe el orden internacional principalmente a la fuerza unilateral superior define una trayectoria condenada a excederse en sus límites.
El primer paso es reconocer que la doctrina estratégica estadounidense no habla realmente de lo que en general se define como acción preventiva. La prevención se aplica a un adversario que posee capacidad para infligir un daño grande e irreversible en potencia, unido a una voluntad probada de hacerlo de inmediato. El derecho a usar la fuerza unilateralmente en dichas circunstancias se ha aceptado en mayor o menor grado, con algunas disensiones respecto a la definición de la palabra «inminentemente». En ese sentido los blancos más obvios de la estrategia preventiva son las organizaciones terroristas que actúan desde el territorio de Estados soberanos y son capaces de generar amenazas que hasta ahora eran atributo del Estado nacional. No se puede disuadir a estas entidades, que funcionan gracias a la aquiescencia o por su habilidad para imponerse, porque no tienen nada tangible que perder y porque tienen medios sibilinos para ocultar el origen de su ataque.
La cuestión más honda que plantea la doctrina estratégica del Gobierno atañe a lo que generalmente se define como el uso preventivo de la fuerza: medidas para anticiparse a la aparición de una amenaza todavía no inminente, pero capaz de ser abrumadora en potencia; en otras palabras, impedir que se produzca una situación que al final es probable que requiera una acción preventiva. De ello se deduce que la fuerza preventiva no es una cuestión aplicable a las relaciones con un importante adversario nuclear establecido. Si Estados Unidos no tomó medidas contra la incipiente potencia nuclear soviética en pleno auge de la Guerra Fría, o contra la de China durante el periodo de profunda hostilidad anterior a 1971, no es probable que usara la fuerza contra una potencia nuclear establecida a no ser que dicha potencia esté a punto de efectuar una agresión real.
La cuestión de la fuerza preventiva simboliza la agitación del sistema internacional. El sistema de Westfalia buscaba la seguridad basándose en la santidad de las fronteras internacionales. En nuestros días, el poder, el alcance y la velocidad de las armas modernas hacen que esta definición sea demasiado estricta. Por consiguiente, la cuestión de la proliferación a países que hasta ahora no disponían de armas nucleares se presenta como una de las tareas clave de la diplomacia preventiva. Estados Unidos tiene un incentivo evidente para evitar que las armas de destrucción masiva, en especial las armas nucleares, lleguen a las manos equivocadas. Para los aspirantes a grandes potencias, el incentivo es el contrario: adquirir las armas rápidamente y si sus intentos se ven frustrados, desarrollar armas químicas o biológicas. Cualquier desenlace diplomático de la proliferación depende de si la diplomacia es capaz de generar garantías de seguridad para el país al que se le pide que renuncie a esas armas. La prueba de la diplomacia preventiva vendrá si la diplomacia fracasa.
¿Cómo debería alcanzarse dicho equilibrio? Una escuela de pensamiento sostiene la opinión de que el peligro mortal es inherente al proceso de proliferación. Señala que, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, se consideraba que un país podía legítimamente declarar la guerra si era atacado o si un agresor provocaba un cambio de tal magnitud en el equilibrio de poder mundial que amenazara a la seguridad internacional. (Fue la base de la política exterior británica durante 200 años). Pero en el mundo contemporáneo la divisa del poder es la tecnología, no el territorio. Las modernas armas de destrucción masiva dan lugar, con su mera existencia, a un aumento del poder de un país que supera enormemente al que podría alcanzar mediante una adquisición territorial.
De acuerdo con esta escuela de pensamiento, la mera existencia de estas armas produce un incentivo preventivo; el equilibrio de terror que se mantuvo a duras penas en un mundo con dos potencias nucleares se debilita con cada nueva adición a las filas de los países con armas de destrucción masiva. La disuasión se vuelve complicada cuando diferentes actores deben considerar simultáneamente muchos equilibrios. De ahí, según este punto de vista, que la aparición de nuevas potencias nucleares deba impedirse recurriendo en último extremo a la fuerza.
Otro planteamiento hace una distinción entre los países amistosos y los que representan una amenaza. Estados Unidos ha dado su visto bueno al desarrollo de tecnología para armamento nuclear en la India, Pakistán e Israel porque considera que el propósito de estos países es compatible con los objetivos estadounidenses a largo plazo. Y se ha opuesto firmemente a la extensión de las armas de destrucción masiva a Irán y Corea del Norte porque están gobernados por regímenes autocráticos hostiles y tienen un historial de conducta internacional cruenta. De hecho, una escuela no insignificante de pensamiento sostiene que la mejor política contra la proliferación —al menos en estos casos— es derrocar a los regímenes norcoreano e iraní. Eso supone que la política estadounidense contra la proliferación no se ocupe tanto del hecho de la proliferación como de la naturaleza del régimen que adquiere estas armas. ¿Significa esto que Estados Unidos aceptaría la adquisición de armas nucleares por parte de gobiernos electos? Una política realista zanjará este debate y resaltará que una estrategia sabia es reconocer la amenaza inherente al mero hecho de la proliferación, que puede mitigarse pero no solucionarse con la existencia de gobiernos benévolos.
Un caso especial es la intervención humanitaria, válida para situaciones que sólo amenazan a la seguridad estadounidense de manera indirecta. En estos casos, el uso preventivo de la fuerza sólo puede justificarse siempre que ésta sea para resistir las ofensas contra valores considerados esenciales por la sociedad estadounidense o por la comunidad internacional, no por motivos de seguridad propia. En esto se basó la intervención en Kosovo, donde la OTAN actuó sin la autorización del Consejo de Seguridad para frenar el maltrato por parte de un Estado reconocido a su propia población de una composición étnica distinta. Fue también una importante fuerza motivadora en la decisión estadounidense de derrocar a Sadam Husein. Por extraño que parezca, el impulso hacia la intervención preventiva ha resultado más difícil de aplicar a sucesos genocidas como las masacres de Ruanda y de Darfur. El hecho de que ningún país se sintiera directamente amenazado impidió la acción unilateral y multilateral, algo que no habla muy en favor del sistema internacional ni de sus principales exponentes.
Las anteriores aplicaciones de la fuerza preventiva llevan a las siguientes conclusiones: El análisis que subyace tras el documento sobre la doctrina estratégica acierta al destacar los cambios en el entorno internacional y la propensión (o quizá incluso la necesidad) que crean de introducir algunas formas de estrategia preventiva. Pero establecer la teoría no es más que el primer paso. El concepto debe aplicarse a contingencias específicas y concretas; es necesario analizar los cursos de acción no sólo en función de las amenazas, sino también de los resultados y de las consecuencias. Las conclusiones deben ir más allá de los artículos sobre posturas respecto a planes de acción factibles en el plano funcional, e incluir suficiente participación del Congreso como para recabar un apoyo público sostenible. Por último, una política que permita la fuerza preventiva sólo puede sostener el sistema internacional si las empresas estadounidenses en solitario son la excepción rara, no la regla básica de la estrategia del país.
Las demás grandes naciones tienen una responsabilidad similar de tomarse en serio los nuevos retos y de tomárselos como algo que no es responsabilidad exclusiva de Estados Unidos. A lo mejor es posible un planteamiento común, por mucho que se oponga a la experiencia histórica, porque las que antes se denominaban «grandes potencias» no tienen nada que ganar mediante el conflicto militar entre ellas. Todas dependen en mayor o menor grado del sistema económico mundial. Todas están amenazadas (aunque no simétricamente) si la ideología y las armas se descontrolan. Deberían saber que, tras el uso de armas de destrucción masiva o de la carnicería universal debida al choque de las civilizaciones, sus poblaciones exigirán una forma de diplomacia preventiva. El reto consiste en construir un orden internacional viable sin el ímpetu de haber sobrevivido a la catástrofe.
Fuente: ABC
Fecha: 17/04/06