En el mes de agosto, policías y bomberos de Nueva York –héroes populares por la valentía que mostraron durante la crisis del 11 de septiembre de 2001- salieron a las calles a protestar porque el alcalde Michael Bloomberg no les ajustaba su salario en 100 dólares mensuales. Un agente dijo que necesitaban “la atención de los medios”, especialmente los audiovisuales, para “que todos sepan que estamos buscando un aumento justo”.
Al otro lado del Atlántico, los agentes de Londres (Inglaterra) expresaron públicamente su desacuerdo con la decisión de incorporarlos a la rotación nocturna. La BBC recordó que por ley los uniformados no pueden llegar a la huelga.
En la India, los funcionarios de Nueva Delhi manifestaron ante la comunidad su inconformidad con las normas de suficiencia física, que imponen penalidades al personal “fuera de forma”.
En Brasil, una huelga de policías por razones socioeconómicas se extendió hasta 11 estados en julio de 2001. La crisis obligó a una reunión entre el presidente del momento Fernando Henrique Cardoso y los gobernadores de las regiones afectadas. El mandatario alegó que los problemas tenían que ser resueltos mediante la negociación entre los uniformados y los gobiernos regionales.
En Argentina Eduardo Ovalles (centro de estudios Nueva Mayoría) reveló que entre 1986 y 2002 fueron reportadas 148 protestas policiales. Las provincias de Buenos Aires y Tucumán concentran el 42% de las acciones de calle. El promedio de tales hechos, indicó, es de 9 por año.
Este recuento, nada exhaustivo, nos revela con qué frecuencia los funcionarios de las instituciones policiales toman las calles, pero no para velar por el cumplimiento de las normas por parte de la ciudadanía, sino para hacer públicas sus propias exigencias. Generalmente, éstas tienen que ver con asuntos laborales. Aunque a principios de este año 300 uniformados de Boston bloquearon las calles cuando el entonces candidato a la presidencia John Kerry se disponía a intervenir en una cumbre de alcaldes.
A pesar de estos antecedentes, todavía resulta difícil imaginarse a un policía uniformado voceando y marchando, por ejemplo, en la misma plaza de Buenos Aires donde se hicieron famosas las Madres de Mayo. Y esto sucede porque, aún en estas circunstancias, los policías deben encarnar el modelo de la urbanidad, de la vida en la polis. Esta imagen que se proyecta indefectiblemente sobre el entorno social es una de sus fuentes de autoridad, podría decirse que la más importante. La otra, por supuesto, tiene que ver con los derechos y responsabilidades que la ley les confiere.
Como los militares, los policías tienen el poder de las armas. Están entrenados para ejercer la “violencia legal” que mantenga o reponga el orden interno de la sociedad. Esto los separa del resto de la ciudadanía, los hace parte de una élite. En este sentido, al policía aparentemente no le es dado manifestar sus desaveniencias con el Estado –que es su patrono-. En principio deben canalizar sus conflictos a través del denominado “orden jerárquico”, constituido por la sucesión ascendente de jefes que debe atender a las demandas de sus comandados. Un elemento de control adicional viene dado por las inspectorías o departamentos Asuntos Internos, instancias llamadas a detectar si las exigencias de los agentes surgen de tareas o deberes incumplidos por parte de sus superiores.
Pero a diferencia de los militares, cuyas vidas transcurren usualmente dentro de los cuarteles o unidades navales, el poder de los policías ante el sector político no deviene solamente de las pistolas y los fusiles que posean sino de la capacidad que tienen para insertarse en todos los sectores de la sociedad. Jean Louis Louber del Bayle, en su ensayo La policía (Madrid, 1998) observa que esta condición hace que la institución policial en determinadas circunstancias pueda transformarse en un “grupo de presión”, por su capacidad de elevar y encarnar ante las instancias de decisión las críticas o desaveniencias de algunos sectores. Un ejemplo ya clásico se refiere a las quejas por discriminación de los funcionarios homosexuales y a la formación de asociaciones de “policías gays” en Estados Unidos, Canadá e Inglaterra.
En las sociedades que admiten el disenso, las protestas policiales pueden poner en evidencia la carencia de un liderazgo fuerte dentro de la institución. En otros, pueden evidenciar un debilitamiento general del sistema político. Del Bayle recuerda que las protestas estudiantiles en el París de 1968 fueron secundadas por otras, menos estentóreas aunque muy efectivas, de los funcionarios llamados a aplacar a los jóvenes. En esta coyuntura, las exigencias de los funcionarios “fueron rápidamente satisfechas debido a la precariedad de la situación de las autoridades políticas”.