El secretario general de la Organización de Naciones Unidas, Kofi Annan, ha insistido en la necesidad de lograr una definición de terrorismo que goce de la aceptación general de la comunidad internacional. Decir esto es prácticamente una tautología, pues en realidad toda definición reúne un consenso por condensar en pocas palabras la esencia de una materia.
La reiterada solicitud de Annan pone en evidencia que a la hora de hablar sobre el tema nos movemos entre nociones más o menos aceptadas, pero no basados en una verdadera definición. Por ejemplo, no dudaríamos en calificar como terrorista al bombazo en una cafetería llena de civiles para exigir la liberación de un determinado grupo de presos considerados “políticos”. O la voladura de un avión en plena ruta, para reivindicar las solicitudes de una parcialidad en conflicto con un gobierno considerado totalitario.
Las cosas, sin embargo, se complican con cada caso. ¿Calificaríamos de terrorista a un grupo que secuestre un avión en Afganistán y lo estrelle contra la sede del gobierno talibán, o diríamos que se trata de un acto de venganza legítima, basado en el antiguo principio de “ojo por ojo, diente por diente”? Este sería un caso extremo. Pero en verdad llega un momento en que el enredo llega a magnitudes inmanejables.
Annan pareciera seguir aquel consejo del académico Boaz Ganor, en el sentido de que la comunidad internacional debe llegar a un consenso mínimo que le permita trazar convenios y acuerdos bilaterales o multilaterales para combatir este mal en el ámbito mundial. Ya la ONU ha avanzado un importante camino en esta materia, al aprobar convenciones sobre interferencia ilícita de aeronaves, y al hacer una distinción entre los actos terroristas y los derivados de las llamadas “guerras de liberación” que fueron tan frecuentes durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Pero todavía no ha llegado al meollo del asunto.
Un análisis de 109 conceptos emitidos sobre el terrorismo, efectuado por Alex Schmidt y Albert Jongman, concluyó que el 83 por ciento de los enunciados contiene la palabra “violencia”, mientras que el 65 por ciento refiere el vocablo “política”. Aspectos tales como el efecto psicológico de las acciones así como las amenazas figuran en menos de la mitad de tales enunciados.
Podríamos decir entonces que el terrorismo es simplemente “violencia política”. Pero dicho así, no se llega a un aspecto crucial, como es el de los actores de esa violencia. En otros términos, no toda manifestación de violencia política puede ser calificada de terrorista. El problema referido a quién ejerce esa violencia y contra qué objetivo debe ser abordado en esa definición.
Y es aquí donde la ONU corre un gran peligro. Siendo un club de gobiernos, a esta organización le resultará casi imposible sustraerse de la influencia que harán sus representantes para imponer una visión unívoca sobre la materia, sin tomar en cuenta por ejemplo el terrorismo de los estados contra sus ciudadanos, tan frecuente en la historia reciente de los países del Cono Sur, Centroamérica, Asia y Africa, así como también el terrorismo que pueden ejercer organizaciones supranacionales (auspiciadas o no por otros estados) contra personas, grupos o estados.
Ciertamente, Naciones Unidas es el foro natural para llegar a una definición de terrorismo que sea aceptada por la comunidad internacional. Pero el proceso para llegar a este fin así como los términos de esa definición no serán nada simples, como quisiera Annan: estarán signados por actos de poder, ejercidos en lo interno de la organización por los países más influyentes del planeta, con el fin de imponer su visión sobre este tema, crucial para la seguridad mundial.