En Bolivia la democracia está a punto de sembrar el germen de su propia destrucción. La victoria del líder cocalero Evo Morales, candidato de una coalición liderada por el Movimiento al Socialismo (MAS), con más del 54 por ciento de los sufragios escrutados fue una demostración contundente de que las decisiones populares, aún cuando deben ser respetadas como parte del juego democrático, a menudo no son las más sabias.
El país que desde 2004 estaba afectado por la inestabilidad política se inclinó por un activista campesino de origen aymará, nacido en 1959. Según Edmundo Paz Soldán, el actual presidente electo de Bolivia comenzó su carrera como representante popular en 1981. En este año, el general Luis García Meza asumió el poder tras liderar un golpe de estado e instaurar lo que se conoció como la “narcocracia”. El país del altiplano se insertó definitivamente en la industria de las drogas como suplidor de la pasta de coca que luego era procesada en los laboratorios regentados en Colombia por el cartel de Medellín.
Este proceso modificó la economía relativamente pequeña de ese país. Grandes contingentes de campesinos, entre los que se incluía a la familia de Morales, se desplazaron desde las tierras altas hasta el trópico de Cochabamba y a las yungas de La Paz, donde la coca sí era un cultivo ancestral. La siembra del arbusto pasó a ser uno de los mayores sostenes de la sociedad boliviana, junto con la minería de piedras preciosas y la extracción del gas en el sur del país.
Esta es, entonces, la “cosecha” política de lo que comenzó hace cinco lustros. La agenda de substitución de cultivos, ejecutada en medio de enormes presiones ejercidas por Estados Unidos y organismos multinacionales como Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, han tenido un éxito relativo. Las estadísticas del Departamento de Estado estadounidense indican que en 1997, Bolivia tenía 45 mil 800 hectáreas sembradas con este arbusto, para una producción de 50,6 toneladas métricas de hoja. Con los programas de reemplazo por productos tales como la piña, el palmito y otros, se llegó a bajar este total a 14 mil 600 hectáreas en 2000. Desde ese año, la producción de coca se ha elevado en forma constante, para situarse en 24 mil 600 hectáreas en 2004.
Esto evidencia la dificultad de llevar a cabo con éxito un programa contra una siembra como la coca, que ya tiene su mercado asegurado y a precios hasta 20 veces mayor que el de los productos lícitos, pero con mucho menos trabajo para el campesino. La coca crece en forma casi agreste, y es un arbusto resistente a la mayoría de las plagas.
En este ambiente, los cocaleros necesitaban de alguien que los defendiera del “imperialismo” yanqui, encarnado no sólo por la embajada estadounidense sino también por todos los gobiernos locales que desde hace 15 años tenían a la reducción de cultivos ilícitos como una política de Estado. Morales encarna un discurso antiestadounidense en el cual el vocablo «soberanía» se escucha cada vez con más frecuencia. No le será difícil meterse en el mismo tren ya ocupado por los presidentes de Argentina, Brasil y Venezuela. Ser antiestadounidense, antiBush o antiliberal está de moda, a un costo muy alto para la seguridad del continente.
Por otra parte, los controles ejercidos a través del Plan Colombia obligaron a la industria internacional de las drogas a voltear su mirada nuevamente a Bolivia y Perú, y a buscar en Venezuela algún territorio en el que se pueda reemplazar las hectáreas erradicadas en el país neogranadino.
En este contexto, descrito aquí con trazos muy gruesos, ocurre la victoria presidencial de Evo Morales. Por eso no es de extrañar que en sus primeras declaraciones el líder cocalero haya señalado que el arbusto estaba siendo sometido a un “arresto domiciliario” por la comunidad internacional, cuando en su criterio lo ideal es despenalizar la siembra de este arbusto.
El dilema planteado por el ex presidente boliviano, general Jaime Paz Zamora, según el cual “coca no es cocaína” no es otra cosa sino una verdad a medias. Ciertamente, parte de la producción de coca va a la industria farmacéutica y a la producción de bebidas, dentro y fuera del país andino. La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes estableció que con 15 mil hectáreas era suficiente para suplir con la hoja a toda la industria legítima. ¿Qué pasará entonces con los que cultivan las otras 10 mil hectáreas, según los cálculos más conservadores? ¿Es que esos campesinos, casi todos asentados en el Trópico de Cochabamba, donde Morales hizo su carrera política, ahora no serán defendidos por el presidente electo?
La victoria de Morales, por lo tanto, lejos de colocar a Bolivia por el camino de la institucionalidad, sólo promete la continuación de la inestabilidad. Una situación que puede expandirse a otras regiones embarcadas en la siembra de la planta que da la materia prima para la cocaína.