El Correo del Caroní, diario del estado Bolívar (Venezuela) informó a comienzos de año que los comerciantes de San Félix, una importante ciudad de esa región, estaban inconformes con las ventas reportadas en esa localidad durante diciembre de 2005. El reporte indicó que los negocios mermaron porque los compradores prefirieron gastar sus utilidades en Puerto Ordaz, donde se sienten más seguros.
Este fenómeno probablemente se repitió en otras localidades del país. En Caracas, por ejemplo, es conocido que los habitantes del municipio Libertador acuden en masa a los centros comerciales del este y del sureste, donde hay amplios dispositivos de vigilancia privada, no sólo para adquirir los regalos en la época decembrina sino también para disfrutar los locales nocturnos, ir a los cines e incluso hacer diligencias bancarias durante todo el año.
Al igual que en la localidad de Bolívar, el factor que inclina la balanza en Libertador es la seguridad. Esto resulta tan importante que los vecinos de esa municipalidad no reparan en cancelar en transporte algún dinero adicional a lo que tendrían que pagar si van a los cines o bares más cercanos.
Sentirse seguros cuesta dinero de nuestros bolsillos. No importa si somos humildes ciudadanos o dueños de empresas. Los condominios gastan entre 600 mil bolívares y 1,5 millones de bolívares mensuales (equivalentes a 700 dólares al cambio oficial) en servicios de serenos. Cada copropietario o inquilino paga una pequeña porción de esta cantidad. Según la Cámara Nacional de Vigilancia y Protección (Canavipro), estos inmuebles y las industrias emplean aproximadamente a 200 mil personas en seguridad. Pero la cosa va más allá. En diciembre conocimos que en el aeropuerto de Maiquetía los viajeros deben contratar los servicios de escoltas para prevenir secuestros express. En el campo, los ganaderos estructuran sus propios grupos de guardaespaldas, y aún así no impiden la acción de los plagiarios.
El Estado justifica la creciente carga impositiva con el argumento de que una porción de lo recaudado va al financiamiento de las policías. Pero eso no es suficiente, y cada uno de nosotros se ve obligado a destinar un porcentaje de sus presupuestos domésticos para evitar ser víctima del hampa.
El colmo de toda esta situación es que los servicios de vigilancia privada no están exentos del pago del Impuesto al Valor Agregado (IVA). Lo mismo ocurre con todos los dispositivos de protección pasiva tales como candados, barreras, alambrados, etc., que nos vemos obligados a colocar en nuestras viviendas debido a la ineficiencia de las organizaciones que deberían funcionar a la perfección gracias a nuestros impuestos y a la renta petrolera, que el Gobierno administra en nombre de la población.
Esta es la terrible paradoja de la inseguridad generada por la delincuencia. Hay otros factores que también son motivo de inquietud y que nos obligan a tomar precauciones. Es el caso de los servicios médicos de emergencia, cuya ineficacia o inexistencia también nos obliga a buscar alternativas en las empresas privadas. Pero ese será el tema de otra columna.
El costo de la inseguridad tiene varias vertientes, pero todas desembocan en los bolsillos de los vecinos o contribuyentes. En una situación extrema como la del Irak actual, o la de Rusia tras la caída del muro de Berlín, se ha señalado que el costo de los inmuebles se eleva hasta en diez por ciento debido a las precauciones que deben tomar los obreros y arquitectos durante el proceso de construcción. Estos son ejemplos lejanos. Para ver cómo esta situación afecta el vecindario basta con asomarse por la ventana y ver las casas enrejadas con las puertas llenas de cerrojos; los vigilantes privados en las garitas de los edificios residenciales; los vehículos equipados con sistemas mecánicos y electrónicos para prevenir el robo; los alambrados para impedir la entrada de indeseables a los inmuebles, etc. Todo eso ha sido costeado por nosotros. Aún así, predomina el sentimiento de que siempre queda algo por hacer. Algo que el Estado no hace, aunque para eso le pagamos.