A propósito de la insensatez progresista
Que la mezcla de un progresista occidental y un fanático musulmán conforman un cóctel ideológico extraño –y además profundamente incongruente– nadie lo puede negar. Después de todo, el primero adhiere al ideario de la emancipación física, mental y espiritual del individuo, mientras que el segundo postula el encarcelamiento del cuerpo, de la mente y del alma del hombre. El progresismo supone la búsqueda de la libertad de los pueblos; el Islam fundamentalista materializa la opresión popular. El progresismo aspira a la hermandad universal; el Islam fanatizado al sometimiento mundial.
Uno propone integración, el otro conquista. El progresista desea la democracia, el islamista la teocracia. El progresista respeta la variedad, el musulmán extremista la uniformidad. Donde uno celebra la paz, el otro canta a la guerra («santa», si es que cabe tal noción). Mientras que el buen progresista adopta el laicismo como manifestación de superación intelectual frente al rito y al mito, el fanático musulmán abraza la religión –ese mentado «opio de los pueblos» en la doctrina marxista– de la manera más oscurantista y primitiva posible.
En efecto, y en apariencia, no hay dos cosmovisiones más distanciadas la una de la otra que el progresismo occidental y el fanatismo musulmán. Y sin embargo, es cada vez más usual el deplorable espectáculo de identificación –ya no solo política sino afectiva– existente entre unos y otros. O más bien, de enamoramiento unilateral progresista con el Nuevo Hombre Islámico; ese hijo martirizado descendiente del Che Guevara y de Robin Hood según la curiosa teoría evolutiva darwiniano-izquierdista contemporánea. Varios desarrollos de los tiempos recientes han probado que los izquierdistas fanáticos y los musulmanes radicales tienen más en común de lo que las primeras vistas sugieren. Sí, tienen sus importantes diferencias. No obstante, ambos habitan un mismo planeta en el cual la adhesión al dogma ortodoxo, la supresión del pensamiento crítico y el fervor por la ideología totalitaria son elementos vitales para ellos tal como el aire lo es para los terráqueos.
El izquierdista radical y el fundamentalista islámico son seres eminentemente autoritarios. En las palabras del sociólogo argentino Patricio Brodsky, «en un caso será la tiranía en nombre de Alá, y en el otro en el de Marx, Lenin y el proletariado». Pero tiranía será. Y ambos son cabalmente religiosos. El caso de los musulmanes fundamentalistas no requiere mayor elaboración, y en el de los «talibanes de izquierda» –en la colorida caracterización de Brodsky– dicha religiosidad se expresa en la creencia en La Verdad Absoluta del manifiesto izquierdista, en su férreo dogmatismo ideológico, y sobre todo en la infalibilidad intelectual (ese noble talento para nunca equivocarse) que colma de virtud y grandeza a la sagrada empresa izquierdista cuyo canon incluye, por supuesto, al antisionismo y al antisemitismo. Se trata de una izquierda caduca, según la periodista española Pilar Rahola, «que ha perdido las utopías que ella misma traicionó y que, en su ingenuidad, cree recuperar parte de la épica perdida en cualquier pañuelito panarabista que se pone al cuello». Pañuelito, debemos agregar, que también cubre sus ojos al punto de enceguecerlos.
Prueba de ello han sido las varias manifestaciones de los militantes de Quebracho, cuando –kefiá en el rostro, palo en la mano, y banderitas del Hezbolá como pancarta– exhiben su clamor filoislamista y judeófobo en la calles porteñas. También la hemos visto en las aulas de ese bastión del izquierdismo argentino que es la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde pintadas gritaban «¡Por la destrucción del estado sionista fascista de Israel!» y «Judíos invasores, matemos judíos, hacé patria». Más evidencia hemos visto en la solicitada «Detengamos el genocidio israelí» publicada en el diario izquierdista Página12, en la que intelectuales de la talla de Beatriz Sarlo y Horacio Verbitzky han puesto sus firmas al servicio de la insensatez y la vileza del calibre más pueril. Y la hemos visto, asimismo, en la «Carta sobre el conflicto Israel-Palestina» escrita por las figuras estelares del anti-occidentalismo contemporáneo Noam Chomsky, José Saramago, Harold Pinter y John Berger, que acusa al estado judío de llevar adelante «una estratagema militar, económica, y geográfica de largo plazo cuyo objetivo político es nada menos que la liquidación de la nación palestina».
A este ritmo, deberíamos esperar demandas legales por parte de Tacuara contra los filósofos y letrados progres por el plagio ideológico de «haga patria, mate a un judío» y otro tanto por parte del Hamás, Hezbolá, la OLP y otras agrupaciones extremistas árabe-islámicas por robarles los intelectuales chic de Occidente la idea original de anhelar la obliteración de otro estado. Pero su plagio más peligroso sea quizás aquél que adopta la actitud nihilista del terrorismo suicida. Tal como el escritor Marcelo Birmajer ha postulado: «buena parte del coro intelectual de las democracias liberales está copiando una de las novedades que nos propone el fundamentalismo de Al-Qaeda y compañía: el suicidio. Los intelectuales se están autodestruyendo al no alzar su voz contra la amenaza del terrorismo».
Hasta hace algunas décadas atrás, luchar contra el racismo, el fascismo y el genocidio significaba estar a favor de los judíos. Hoy, producto de una indecente corrupción del lenguaje –donde el sionismo es racista, los israelíes son nazis, y los judíos somos cómplices del crimen que es Israel–, la lucha contra el racismo, el fascismo y el genocidio engloba, absurdamente, la oposición al estado judío. Es el mayor éxito de la incesante propaganda árabe, que ha envenenado sin el menor escrúpulo el discurso moral junto a sus fans en Occidente, esos tontos útiles de siempre cuya complicidad converge imperdonablemente en una matriz de errores, malicia e irresponsabilidad.
Fuente:
https://www.libertaddigital.com:6681/opiniones/opinion_33206.html