Jóvenes al ataque
Primero apareció la noticia publicada el 31 de mayo último en el diario argentino La Nación. Su titular decía: «Seis meses después de los incidentes en los suburbios franceses. Noche de violencia cerca de París. Un grupo de jóvenes se enfrentó con la policía y atacó la alcaldía». En la nota se utilizaba diez veces el término «jóvenes» al relatar el episodio, con frases del tipo «unos 150 jóvenes se enfrentaron en la madrugada de ayer con la policía», «los incidentes se iniciaron cuando un grupo de jóvenes empezó a forzar la valla» o «los jóvenes, muchos de ellos enmascarados y con bates de béisbol, lanzaron proyectiles contra la policía». Luego vino la segunda nota, publicada en el mismo medio el 4 de junio.
Decía su título: «Investigan lazos con Al-Qaeda. Desbarataron planes para cometer atentados en Canadá. Detuvieron a 17 personas que tenían en su poder una gran cantidad de explosivos». El texto de la primicia indicaba que se trataba de «doce adultos y cinco jóvenes», o simplemente de «hombres» y «menores», y que todos ellos eran «residentes canadienses de diversos orígenes».
Los titulares son habitualmente armados por los editores del diario que los publica, mientras que los textos de las notas en este caso provenían de las agencias AP, AFP, ANSA, y Reuters. Quiere decir que al menos cuatro agencias de noticias internacionales y un medio nacional argentino nos informaban –en un lapso de cinco días– que «jóvenes», «personas», «adultos», «hombres» y «menores» habían participado de actos de violencia en Francia y que planeaban cometerlos en Canadá, en cuyo caso específico se les habrían sumado «residentes canadienses de diversos orígenes».
Al leer estos inquietantes desarrollos quedé muy sorprendido. Solo en la ciencia ficción podía uno encontrar una conspiración global tan vasta complotada por «personas», «adultos», «hombres» y «jóvenes», aunque, hemos de admitir, no siempre por «menores» o «residentes canadienses de diversos orígenes»; eso ya era un toque peculiar. La vastedad de la amenaza retrotraía a la temible organización Spectra que luchaba contra el James Bond de Ian Fleming en las primeras series de la saga o a la malvada Caos que perseguía al Maxwell Smart de Mel Brooks. En la vida real, yo había oído de Osama Bin-Laden, Al-Qaeda y la Hermandad Musulmana, pero nunca de una ofensiva semejante liderada por «personas», «adultos», «hombres» y «jóvenes» a los que se les sumaban «menores» y «residentes canadienses de diversos orígenes». Esto era algo sencillamente escalofriante.
Preocupado, decidí releer ambas notas en un intento de hallar alguna evidencia reveladora, algún indicio orientador, alguna pista aclaradora de la situación. Afortunadamente, la hallé en la fotografía que acompañaba a la segunda nota. Su capción rezaba «Mujeres allegadas a los arrestados dejan una Corte, ayer, en Canadá». Se veía a cuatro mujeres caminando tomadas de la mano, todas ellas vestían una especie de túnica negra que las cubría de pies a cabeza. Era el clásico chador islámico. Y ahí entendí. No se trataba del género, sino de una especie. No era que la humanidad toda había enloquecido y que las «personas» y los «adultos» y los «hombres» y los «jóvenes» y los «menores» y los «residentes canadienses de diversos orígenes» se habían juntado en una insólita conspiración mundial para atacar a Francia y a Canadá. Más bien, se trataba, como había sido tan usual en los últimos años, de violencia musulmana localizada. Los «jóvenes» de la primera nota eran en realidad jóvenes musulmanes o árabes en su mayoría, y las «personas», «adultos», «hombres» y «menores» involucrados en la segunda también eran árabes o musulmanes. Por su parte, los «diversos orígenes» de los residentes a los que aludía el texto eran en realidad orígenes árabes o islámicos.
No deja de resultarme curioso el hecho de que los mismos periodistas que se desviven por diferenciar entre el Islam moderado y el Islam radical, aquellos que insisten en considerar las sutilezas, aquellos que nos sermonean día y noche acerca de los peligros de caer en excesivas generalizaciones, sean ellos mismos tan groseramente genéricos a la hora de describir simples hechos fácticos. Pongamos que un nativo de Marruecos, de religión musulmana, residente en Madrid, es detenido mientras planifica un atentado con explosivos contra un museo local. La manera justa de relatar ese episodio es indicar lo recién mencionado. No hay nada de racista o discriminador en identificar claramente al perpetrador.
De hecho, esto es precisamente lo que los periodistas hacen regularmente al contar otras situaciones. Por ejemplo, si un soldado norteamericano tortura en una cárcel iraquí, los periodistas y editores se ocupan de dejar bien claro que el responsable de esa aberración ha sido un soldado norteamericano. No camuflan el dato con genéricos del tipo «un adulto torturó a prisioneros en Abu Ghraib». Si políticos israelíes deciden construir una valla de seguridad, la prensa internacional no confecciona titulares del tipo «personas construyen muro en Cisjordania». Indican muy claramente el origen israelí de los involucrados. Pero cuando se trata de terroristas musulmanes que organizan un complot en Canadá o de agitadores árabes que comenten se violentan en Francia, la prensa abandona galantemente sus propios estándares. Ya no más claridad, ya no más discernimiento.
La prensa libre enfrenta una de dos opciones, si es que aspira a cierta coherencia intelectual. O bien de ahora en adelante democratiza su práctica protectora hacia los extremistas musulmanes, la amplía a todas las áreas y produce titulares exóticos del tipo «seres humanos de una nación sudamericana anuncian trabas a las importaciones de cierto bien de consumo» o abandona sus absurdas generalizaciones y empieza de una vez por todas a ejercer su profesión de manera sensata y objetiva.
Fuente:
https://www.libertaddigital.com:6681/opiniones/opinion_31889.html