Iderman Paz cojea frente a las aguas verdosas y pestilentes de Punta de Palmas, en las costas orientales del Lago de Maracaibo. Da brincos sobre su pierna derecha, mientras el viento y la arena percuden el vendaje blanco ceñido a su pantorrilla izquierda.
Hasta enero tiene prohibido pescar. Apenas dos días atrás zigzagueó la muerte a unos pocos metros de esa playa. Literalmente.
Aún tiene alojada, a cinco centímetros de su menisco, la bala que le alcanzó la madrugada del tercer lunes de diciembre, cuando en altamar un grupo de ladrones disparó durante una hora contra la tripulación de su lancha, la Luisana. Quisieron abordarla, sin éxito, para robar motores y mercancía.
El joven treintañero perdió a su sobrino y tío en una escena de violencia similar hace un par de años. Y hasta la fecha le han robado seis motores en asaltos a mano armada.
El dolor abraza su extremidad al sentarse a orillas del mar en una silla roja de plástico. El pavor también le doblega:»Tengo miedo. Ahora, si te agarran, te matan», dice.
En realidad no sabe cuán afortunado fue aquella madrugada del tiroteo. Trece horas luego, tres pescadores murieron baleados por delincuentes frente a las costas de El Curarire, en La Cañada de Urdaneta, a 116 kilómetros de distancia.
Amigos y familiares de Eduardo Ozuna, Luigi Rodríguez y Elkis Delgado atestiguaron sus asesinatos desde la orilla a las 8:00 de la noche. Vieron el forcejeo a lo lejos, antes que los fogonazos de los disparos interrumpieran la oscurana.
Los cuerpos reflotaron dos días después, justo la tarde en la que Iderman conversaba con la prensa.
Pescadores y presas
Centenares de tripulaciones se aventuran a navegar, a riesgo de muerte, los 13.000 kilómetroscuadrados del Lago de Maracaibo en peñeros, bongos y chalanas en busca de especies varias para revenderlas. Solo en este municipio, 5.000 hombres en 1.700 embarcaciones ejercen el oficio, según registros de su asociación de pescadores.
Pero los profesionales del mar se han convertido en cardumen para la delincuencia en las provincias pesqueras del occidente venezolano, como Santa Rita, La Cañada, San Francisco y Miranda.
Al menos 11 de ellos han sido asesinados desde inicios de año y desde noviembre se han reportado hasta 30 robos de motores en altamar, solo en las playas de Punta de Palmas y Sabaneta de Palmas.
En estas aguas, los criminales son tiburones blancos tras presas fáciles: acechan hasta hallar el momento y el botín indicados; son veloces -se trasladan en lanchas que tienen motores de 70 caballos de fuerza (HP) o más cuando las chalanas de pescadores no superan los 40-; y exhiben dientes afilados -portan revólveres, pistolas 9 milímetros, escopetas y armas largas, como fusiles R15-.
El diputado Juan Aponte, suplente de la primera dama de la República y también legisladora, Cilia Flores, admite a BBC Mundo el status quo de criminalidad que sufren los marinos del lago marabino.
Acota que personalmente ha elevado a la Vicepresidencia venezolana las denuncias del sector y repudia el «boicot» que también provoca la corrupción de funcionarios del Estado.
Da fe de las diligencias oficiales para enderezar el entuerto. «El Estado siempre ha trabajado para brindar la mayor suma de felicidad posible al pueblo», defiende.
Pero en la playa zuliana no hay alegría, ni júbilo.
«Ellos (los delincuentes) te pueden arruinar en un día. Si no hacéis eso, ¿cómo hacéis para comer?», apunta Rafael, recogiendo una red de 4 pulgadas.
Ángelo Pirela, padre de tres hijos, le secunda mientras recorre la playa, mendingando entre sus colegas algún que otro pescado para revenderlo.
«Me cortaron las piernas por el tronco hace dos semanas», lamenta, exagerando para ilustrar cómo el robo de los dos motores de su lancha le ha dejado en la quiebra.
La corvina, codiciada y satanizada
¿Por qué arriesgar la vida en un estuario cundido de asesinos?¿Para qué embarcarse sobre aguas donde silban más las metrallas que el mismo viento?
La respuesta respira con branquias y está colmada de escamas. Y una muestra de la motivación máxima del pescador yace, inerte, dentro de la bolsa de plástico transparente que carga Ángelo: una corvina, el pez más rentablede este lago atestado de piratas.
La ciencia la llama la perca regia; en Zulia la apodan «curvina», con u.
Carnívora, plateada y solitaria, es la más codiciada. Su especie puede pesar entre 300 gramos y 10 kilos en estas coordenadas de Sudamérica. Se pesca mejor en zonas distantes, como las costas de la Guajira.
Y si es la piedra de oro en esta mina de agua salobre no es por su buen sabor, ni por sus bondades nutricionales. Su auténtico valor forma parte de su interior: sus vejigas natatorias.
El llamado buche de la corvina contiene como proteína primordial colágeno, un determinante en la elasticidad de los tejidos animales y humanos. Es un subproducto escasamente aprovechado en el mercado venezolano.
Se distribuye, en cambio, con particular éxito en el Caribe, Inglaterra, China, Japón, Vietnam y otras zonas asiáticas para fines múltiples: como plato afrodisíaco de la gastronomía o como materia prima de pegamento industrial, mallas post operatorias, hilos quirúrgicos, profilácticos y maquillajes.
Centenares de pescadores lo recogen por docenas con sus redes, cortan sus entrañas para extraer su patrimonio glutinoso y luego lo tienden al sol durante dos días en una cerca de alambre, sobre tablas de madera, palmas o la misma arena. Menores de edad, conocidos como «picoticas», ayudan a extraer con cuchillo la viscosidad de la corvina a escasos metros del agua.
Ya seco, lo venden a empresas autorizadas por el Gobierno o a particulares hasta en 120.000 bolívares por kilogramo-US$46 en el mercado negro de divisas de Venezuela-. Compañías e individuos que operan ajenos a sociedades mercantiles lo transportan en sacos, bolsas o cajas embaladas, bien con la venia del Estado venezolano o bajo sus narices.
De 2.000 kilos de corvina se pueden extirpar 40 kilos de buche, en promedio. Son 4.800.000 bolívares o 1.846 dólares en el mercado negro para una treintena de pescadores y sus familias. Fuentes de la Guardia Nacional Bolivariana afirman que su precio internacional puede ascender a losUS$700 por kilo entre contrabandistas. Es una auténtica fortuna en esa planicie de playa, monte y arena.
Su pesca ha sido tan masiva y popular entre los locales que autoridades militares y ambientales llegaron a satanizarlo a principios de año. Comandantes castrenses se jactaron en enero de haber decomisado miles de kilos de buche de corvina, como si hubiesen interceptado un sobresaliente alijo de droga. Incluso promovieron la versión de que su colágeno sirve para neutralizar el olor de varios tipos de estupefacientes y narcóticos ante las narices de perros policías.
Voceros como el secretario regional de seguridad, Biagio Parisi, negaron posteriormente la tesis, matizando el veto original del Estado y, en cambio, expresaron preocupación por su exagerada pesca como un asunto de protección ambiental.
José Luis Pirela, presidente de la subcomisión Antidrogas y Antiterrorismo del Parlamento venezolano, niega haber recibido siquiera una denuncia formal que vincule al buche de corvina con el narcotráfico.
«Lo que sí hay es un monopolio violento. Hay inversionistas vinculados a ‘pranes’ de las cárceles -líderes negativos, como los llama el Gobierno nacional-. Es una infraestructura de delincuencia organizada. Sí, hay piratas en el lago, pero algunos de esos asesinatos no son casuales. Son muertes por encargo para controlar el negocio», advierte el diputado, del opositor Movimiento Progresista de Venezuela.
Un pescador de vieja data y piel tostada por el sol grita en Punta de Palmas, a pocos metros del colega baleado. Su prominente barriga se asoma entre una camisa derruida de botones abiertos. Sostiene entre sus manos un puñado de buche de corvina, ensangrentado, fresco.
«¡Ve! ¡Aquí está la droga, ve!».
Se burla con ironía.
La guerra del hambre
Luis Flores, pescador con dos décadas de experiencia, se sienta sobre la proa de su lancha. Se encorva, cruzado de brazos. Bajo el pelo negro, alborozado de canas, esconde 64 puntos de sutura entre tres heridas sufridas en un atraco en el mar en agosto pasado. «Me reventaron a ‘cachazos’ (golpes con la cacha de las pistolas)», cuenta.
Le robaron y golpearon junto a dos tripulantes a plena luz del día. Sus dedos y uñas aún exhiben lesiones. Su cartera negra se le zafa del bolsillo trasero del short. No le inquieta.
«Tranquilo, ‘mijo’, que eso no tiene nada».
A 50 metros de ahí, bajo una enramada bordeada por cinco casas rústicas de pintura verde y blanca opacada por la mugre, el ánimo en la playa de Punta de Palmas se caldea.
Cerca de veinte pescadores y sus familiares discuten con Winton Medina. Es el secretario general de su sindicato, un hombre cincuentón que a todos saluda, que a todos conoce.
Varias mujeres vociferan contra los uniformados que deben proteger a sus maridos en el mar. Otras maldicen a la prensa por solo reportar derrames petroleros y daños ambientales. Una docena de niños escuchan el parloteo, sentados en cuclillas en la arena.
Entre el bullicio se gesta un contraataque: los afectados hablan de crear patrullas de vigilancia armada e incluso plantean «llevar la guerra» a Santa Rosa de Agua, un barrio costeño ubicado a ocho kilómetros y de donde presuntamente son originarios los criminales que les roban y matan.
La zona, afirman, estaría controlada por «El Tren del Norte», una banda fundada por ex líderes de la cárcel de Sabaneta de Maracaibo. Señalan a una mujer llamada Teófila, que comandaría las legiones de piratas. Dicen que una chalana naranja y blanca, bautizada con el nombre de Daibelin, sería el vehículo de los criminales que hirieron a Iderman.
Fustigan que la custodia de la Armada venezolana sea escasa, ineficiente y haga caso omiso de sus clamores. También latiguean al presidente Nicolás Maduro por haber vetado el billete de 100 bolívares, cuando en sus playas solo predomina el dinero en efectivo.
Los pescadores blanden llamas sobre la pólvora de su descontento. Y, entre la muchedumbre, Ana Sofía Paz, una doña de67 años conocida como «La China», mantiene fruncido el ceño.
Abanica con rapidez una delgada vara de madera. Es una especie de sable rústico con el que disciplina a sus 17 hijos, nietos, nueras y sobrinos. Se jacta de que mandará sobre ellos «hasta que muera».
Sus protegidos más pequeños lloran cada día suplicando algo de comida, mientras los hombres y jóvenes de su familia ejercen la pesca sin mayor éxito, expuestos a la muerte, cada vez con menos implementos, vulnerables a depredadores de cuello delincuencial.
«Nos vamos a morir de hambre. ¿Qué más vamos a hacer? ¡Ya está bueno!», porfía la matrona.
Suma su voto a favor de la guerra.
Fuente: bbc mundo