Por décima sexta vez el gobierno de Estados Unidos, presidido en esta oportunidad por el republicano George W. Bush, presentó ante el Congreso de su país el informe sobre el cumplimiento de la Estrategia Internacional para el Control de Narcóticos, correspondiente al año 2001.
El denominado «reporte de certificación de la lucha antidrogas» ha sido sometido a un intenso fuego diplomático desde mediados de la década pasada. Y es que un país, por más potencia global que sea (según la definición de Zbigniew Brzezinski) en principio no se puede abrogar la potestad de evaluar si otras naciones han hecho lo conducente para impedir la producción, el tráfico y el consumo de sustancias prohibidas. Mucho menos si, como Estados Unidos, es el terruño de aproximadamente 4 millones de consumidores frecuentes de las drogas que dicen rechazar.
Eventualmente, la administración de Bill Clinton, antecesor de Bush en la Casa Blanca, entendió las quejas de la comunidad internacional y comenzó a trabajar en la dirección de la responsabilidad compartida o corresponsabilidad. En teoría, esto debía traducirse en que el examinador ya no sería Washington sino una institución multilateral como la Organización de Estados Americanos o la Organización de Naciones Unidas.
En la práctica, los territorios latinoamericanos no sólo continúan estando bajo el periódico escrutinio del gobierno estadounidense, sino que también deben rendirle cuentas de lo que hacen o dejan de hacer en esta materia a las referidas entidades internacionales.
Tantos exámenes juntos han ocasionado una pérdida del interés público que solía preceder a la consignación del referido informe en el Parlamento de la nación norteamericana. Sólo unos pocos catedráticos continúan atentos a los matices entre una edición y las anteriores. En fin de cuentas, si Estados Unidos jamás ha descertificado por completo a Colombia (país productor de drogas por excelencia), ni siquiera en los peores momentos de César Gaviria y sus tratos con Pablo Escobar, o Ernesto Samper y los narcocassetes, ¿por qué habría de hacerlo entonces con otros casos donde el problema no es tan grave?
Una lectura a la obra de Ethan Nadelman Cops across borders (Policías a través de las fronteras) nos permitiría entender por qué Estados Unidos nunca dejará de certificar a sus vecinos: para poder invertir en planes de «ayuda» o cooperación en el extranjero, Washington debe estar autorizado por el poder Legislativo, precisamente a través de leyes que, una vez en vigencia, son muy difíciles de modificar o derogar. Se crean así mecanismos y esquemas que propician una creciente participación internacional por parte de los funcionarios estadounidenses en los llamados países subordinados.
Este, en otros términos, es un procedimiento de intervención foránea. Hace 50 años, los agentes del Buró Federal de Investigaciones rara vez trasponían las fronteras estadounidenses, y cuando lo hacían era para realizar actividades específicas. Ahora, tienen «agregados para asistencia legal» en prácticamente todos los estados donde EEUU posee embajadas. Los mismos pasos siguen la Agencia para el Control de las Drogas (DEA) y el Servicio de Aduanas (US Customs Service).
De los 23 países calificados como las mayores zonas de tránsito y producción de drogas, 14 están situados entre el Rio Grande y la Patagonia, incluidas algunas islas del Caribe. De los 52 países señalados como los escenarios más importantes para el lavado de dinero, 14 pertenecen a las américas. La lista fue ampliada con respecto al reporte anterior, para incluir a aquellos territorios «cuyas instituciones financieras participan en transacciones que involucran montos significativos de ganancias de todos los crímenes graves». En otras palabras, lo que comenzó siendo una evaluación de la lucha antidrogas poco a poco se mimetiza, para abarcar al resto de las actividades que según el examinador (EEUU) están fuera de la ley.
Es la nueva versión del Gran Garrote.
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