México, D.F. (apro).- Casi simultáneamente, Washington pone en marcha tres programas de control migratorio:
En California la Patrulla Fronteriza detiene indocumentados mexicanos tierra adentro con fines de deportación, los identifica por sus características raciales y de lengua; en los últimos días el programa se extiende al aeropuerto de Los Ángeles.
En Arizona, arranca el programa bilateral de “repatriación voluntaria”. Es la primera vez que México participa en un programa de deportación de mexicanos pagado por Estados Unidos –dentro del esquema de “seguridad-(anti)migratoria” del Departamento de Seguridad Interna y la Secretaría de Gobernación–, los indocumentados detenidos son regresados a la Ciudad de México en avión y de ahí enviados a sus lugares de origen.
El tercer programa es el llamado Control Fronterizo de Arizona (ABC, por sus siglas en inglés), en él participan aviones de guerra Hermes 45 no tripulados para reforzar la vigilancia detectando grupos de migrantes en la frontera Arizona-Sonora.
La característica principal de estos programas es que no solucionan nada, ni inciden sobre los flujos migratorios. Son esencialmente programas efectistas –en el que se involucran seguramente objetivos electorales del presidente-candidato– que envían mensajes equivocados de persecución e intolerancia, tanto en el estado de California –que tiene el mayor número de mexicanos de origen en Estados Unidos— como en el estado de Arizona, hacia donde derivaron importantes flujos migratorios después del rígido control impuesto en California y Texas a partir de los años 90. Los costos sociales, humanos y psicológicos los pagan, como siempre, los indocumentados.
Si se mide por sus resultados, el control de la migración de mexicanos a Estados Unidos ha sido un fracaso. No logra detener los flujos migratorios, menos aún ordenarlos. Tras la Operación Guardián en California y el Sellamiento de la Frontera en Texas, en la década de los 90, la migración indocumentada siguió creciendo. Sólo cambiaron los puntos de cruce, fundamentalmente hacia la más riesgosa frontera de Sonora-Arizona. Los indocumentados pagan costos más elevados en penalidades para cruzar y en vidas. En Arizona son objeto de persecución de rancheros xenófobos que los balean; el calor del desierto cobra el mayor número de vidas.
Otra consecuencia es que, con la mayor dificultad de los cruces, los polleros encarecieron sus “servicios” mientras se vinculan cada vez más con el crimen organizado. Pero también exponen a los indocumentados a mayores riesgos.
Entre 1990 y 2000 los agentes de control fronterizo aumentaron de 3 mil 600 a 10 mil, mientras que los recursos se elevaron de 740 millones a 3 mil 800 millones de dólares anuales. Pero el resultado fue inverso, a mayor control no correspondió menor migración, sino al contrario. El número de indocumentados aumentó en 5.5 millones de personas. La creciente cerrazón de la frontera ha llevado a una tendencia de menor retorno a México. El Instituto de Política Pública de California señala que sólo alrededor de 11 por ciento de los migrantes indocumentados regresaron a su país natal en 1998.
Estas tendencias se reforzaron tras el 11 de septiembre (11-S) cuando al control fronterizo se añadió el ingrediente de la seguridad y de mayor incertidumbre para los indocumentados. El binomio migración y frontera se tornó endemoniadamente complejo si se considera que la nuestra es una frontera porosa de más de 3 mil kilómetros, la más larga entre un país altamente desarrollado y uno de mediano desarrollo; es la frontera con más cruces en el planeta: un millón al día, de aquí para allá y de allá para acá. Por ahí atraviesa la mayor parte de las mercancías que intercambian lo dos socios comerciales con economías cada vez más vinculadas. Es también la frontera con más cruces de indocumentados. La cerrazón de la política migratoria estadunidense camina a contrapelo de estas realidades.
Las nuevas prioridades de Estados Unidos, sin duda, impactan la política migratoria y presentan nuevos retos: la seguridad nacional, el control fronterizo y la lucha antiterrorista. Como lo señala Francisco Alba, “la inclusión de la perspectiva de la seguridad nacional como eje adicional de las relaciones bilaterales tiene implicaciones relevantes sobre las prioridades acordadas para la agenda bilateral.”
De la “securización” de la frontera –política decidida por Washington–, se derivó el acuerdo firmado por México y Estados Unidos el 22 de marzo de 2002 para una “frontera inteligente”. El seguimiento de este acuerdo está bajo el Departamento de Seguridad Interna que tiene ahora la responsabilidad de las cuestiones migratorias. Por México firmó el secretario de Gobernación, Santiago Creel, con lo que quedó sellado que migración, seguridad y fronteras están vinculadas. Hay una “contaminación de temas” como lo define Alba.
Ni duda cabe que, con la redefinición del papel que juegan las fronteras en la seguridad, se introdujeron nuevas tensiones en el diseño de la política migratoria, ya de por sí extremadamente compleja. Sobre todo porque México y Estados Unidos tienen dos enfoques distintos al respecto. Esto se manifiesta, incluso, en el lenguaje. Nosotros llamamos a los migrantes “indocumentados” porque entendemos que se trata de un fenómeno social y económico complejo y de importancia para ambos países. Ellos los llaman “ilegales”, los consideran transgresores de la ley. Poco se valora el aporte de los indocumentados a ambos lados de la frontera, pero sobre todo al Norte, porque en México las elevadas remesas comienzan a cambiar la percepción.
El verano pasado, los latinos se convirtieron en la primera minoría en Estados Unidos (13.4% de la población), con una creciente influencia económica, cultural, social y política, factor a tomar en cuenta en tiempos electorales. De esa minoría, las dos terceras partes son mexicanos o mexicanos de origen, o sea algo más de 25 millones. Esa es una realidad con la que Estados Unidos tendrá que vivir. Evidentemente, hay que considerar –junto a los factores económicos, sociales, demográficos o políticos– la vertiente cultural, porque como lo afirma Lourdes Arizpe, “ninguna otra corriente de migración a Estados Unidos ha tenido un impacto cultural semejante.”
El crecimiento de la migración mexicana al Norte no se detendrá, no mientras subsistan disparidades económicas enormes. Entre ambos países existe el mayor mercado laboral del planeta. No se sabe con exactitud su tamaño, pero se considera que hay entre 8 y 11 millones de indocumentados en Estados Unidos, la mayor parte son mexicanos.
Sólo un acuerdo amplio podrá ordenar los procesos migratorios y regularizar la situación migratoria de quienes ya viven y trabajan en la Unión Americana. La migración mexicana a Estados Unidos prevalecerá en el siglo XXI.