«Estoy muerta». Eso pensó Camila cuando se dio cuenta de lo que había hecho. A sus pies estaba el cuerpo sin vida de Pacho, su mejor amigo. Lo había matado de un disparo. Una bala de AK47 le entró a quemarropa por el pecho y le salió por un lado de la cara. La zozobra se apoderó del campamento. Todos llegaron a ver qué había pasado. Ella estaba parada todavía en su caleta, junto a la hamaca y el charco de sangre bajo sus pies. Había sido un accidente. Estaba jugando con Pacho, de 24 años, cuando le apuntó con el fusil y éste se disparó. Ni siquiera escuchó un gemido. El cuerpo quedó inerte, ahí mismo. Le costó unos segundos entender que no sólo él había muerto. También ella moriría. Sabía muy bien que en las Farc, matar a un compañero es un delito grave, que se paga con la vida.
Con la poca fuerza que le quedaba en las piernas salió directo para la carpa donde descansaba Lucio, comandante del Frente 27 de las Farc. «Maté a Pacho, pero fue jugando», dijo Camila. Lucio la miró con ojos centelleantes de rabia, y estalló en insultos. «Usted es una infiltrada», sentenció. Entendió que los días, las horas, o quizá los minutos que estaba viviendo eran los últimos de su vida.
Desarmada, se quedó muda en su caleta. Afuera, sus compañeros lavaron el cuerpo de Pacho, lo vistieron con un uniforme limpio y prepararon una cama de yaripa (palma) para velarlo. Luego, le hicieron una calle de honor y lo enterraron en la montaña. Esa noche, Camila no pudo dormir. Se arrepintió de todo lo que había hecho en la vida. De haber jugado con Pacho esa y las otras veces, cuando se apuntaban con los fusiles, como si fueran juguetes. De haberse incorporado a la guerrilla. Hasta de haber nacido.
Los seis desertores fueron escoltas del ‘Mono Jojoy’ durante los primeros meses de este año cuando arreciaron los combates en La Macarena. Ellos conocían estas montañas como la palma de la mano. Aun así, se perdieron en varias ocasiones
PUBLICIDAD Pasaron tres días misteriosos en los que caminaron sin descanso por las serranía de La Macarena. Había tensión, pero nadie hablaba todavía de su muerte. Cuando armaron el campamento, empezó a ver movimientos raros. Los ‘mandos’ iban y venían, hasta que llamaron a los 62 hombres de la columna para que se reunieran. Camila ya sabía que todo estaba consumado y que el juicio para definir su suerte estaba cerca. Un grupo de combatientes, con un poliéster en la mano, se le acercó. Esperó mientras ellos anudaban el lazo, y luego, mansamente, se dejó amarrar. Un collar hecho con el lazo le apretó la garganta y le rodeó el pecho. Al final, el cordel era sostenido por el guardia, quien al mínimo tirón podía ahorcarla. Al día siguiente se efectuó el juicio. Excepto los dos cocineros y los que estaban de guardia, todos asistieron.
A un lado, estaba Camila, amarrada. Frente a ella, el resto de compañeros, en asamblea. Lucio tomó la palabra y le pidió a la acusada que nombrara un defensor. «Nómbrelo usted», dijo Camila. No por desafiar la autoridad de su comandante sino porque, conociendo a las Farc como las conocía, sabía bien que su defensa sería inútil. Al final, dijo cualquier nombre, al azar. Lucio propuso entonces que se nombrara un acusador. El único nombre propuesto fue el de Aurelio, un comandante de escuadra que desde tiempo atrás tenía entre ojos a Camila. Después, nombraron un jurado. Cinco combatientes que debían tomar la decisión final sobre la vida o la muerte de la guerrillera.
Durante dos horas se habló de ella sin parar. Mientras unos pedían el fusilamiento, la mayoría insistía en su inocencia. Ella guardó silencio todo el tiempo, sin hacerse muchas esperanzas. En su corta vida de guerrera -dos años- había visto escenas como esta muchas veces. Pensó que su vida terminaba, tal como empezó: triste. Recordó a su madre, que la abandonó. Evocó su tiempo de trabajo en el campo, siendo una niña, echando machete o recogiendo coca. Y el día que se incorporó a las Farc, convencida de que le darían algo de dinero a su familia, y para ella misma.
Pensó en el novio que había perdido hacía seis meses, cuando ambos hacían parte del grupo de protección del ‘Mono Jojoy’. En esa ocasión le había visto el rostro a la muerte, pues el Ejército los persiguió sin descanso. Al punto que llegaron a un campamento sólo dos horas después de que el jefe de las Farc saliera de allí, cuando el rastro aún estaba caliente. Justo por defender a ‘Jojoy’, su novio había muerto en una emboscada. Recuerdos y temores se apoderaron de su mente durante esos largos minutos de espera.
Se llegó la hora del veredicto. Para su sorpresa, el jurado parecía inclinarse hacia el indulto. Entonces, Lucio intervino. Anticipó que si no había fusilamiento, el estado mayor del Bloque Oriental revocaría el juicio. El reglamento era claro. En caso de asesinato, hay que asesinar. Minutos después se dictó sentencia: fusilamiento.
Todo quedó en silencio. Las nueve mujeres que asistieron al juicio, y que eran sus amigas, no aguantaron las lágrimas. Camila apenas agachó la cabeza mientras los seis guardias que tenían a cargo su custodia le amarraron las manos y los pies, que hasta entonces estaban sueltos.
Durante los dos días que siguieron, estuvo confinada en su hamaca. Todos en el campamento estaban a la espera de que el estado mayor diera la orden de disparar. Entonces, se cavaría un hueco grande y profundo, y en una orilla de éste, uno de los comandantes le apuntaría un certero tiro en la cabeza. Taparían la tumba y, luego, se irían a otro lado. Su cuerpo quedaría perdido para siempre en la selva. Eso pensaba Camila, mientras contaba los minutos.
La tarde del tercer día le dijo a Rafael, su guardia: «No quiero morir amarrada». Rafael había estado pendiente de ella todo el tiempo. Consideraba injusta su muerte. En realidad, todos los que la cuidaban comentaban entre ellos sobre el triste destino de Camila. «La china ha peleado bien. Aceptamos que muera en un combate, pero no en manos de un propio guerrillero», decía Rafael. Conmovido con la situación, empezó a fraguar la deserción. Habló con otros cuatro guardias y acordaron que esa noche a las 10 se haría la huída.
A esa hora efectivamente se encontraron junto a Camila, la desataron, se vistieron de sudadera, botaron sus fusiles por un rastrojo, y empezaron a correr, armados apenas con seis pistolas -una por cabeza- y 12 granadas. En los bolsillos apenas tenían una brújula y 100.000 pesos.
La primera parada la hicieron siete horas después. Estaban perdidos en lo más profundo de la Serranía La Macarena. Sabían que en los caseríos y en los cultivos de coca que encontraran a su paso había milicianos. Que a esa hora ya toda la región sabría que ellos se habían escabullido. Buscaban desesperadamente que la brújula les mostrara el camino a Santo Domingo, un caserío de Vistahermosa donde sabían que estaba el Ejército. Cuando se dispusieron a continuar su camino, encontraron un potrero. Era el primer claro que veían en la montaña, desde cuando salieron del campamento. Tenían miedo de cruzarlo. Sabían que estos son lugares de alto riesgo para ser atacados. Aun así, tomaron la temeraria decisión y corrieron por los pastizales. De inmediato escucharon los primeros tiros. Al costado derecho, un grupo de seis guerrilleros se había atrincherado y les disparaba. Sin dejar de correr, respondieron a tiros con sus pistolas. Camila se percató de que uno de los desertores cayó al suelo. No tuvo tiempo de ver si estaba herido o muerto. La meta era internarse de nuevo en la montaña y así lo hicieron.
Durante horas siguieron corriendo en la manigua. Corrieron como nunca, con los pies destrozados por el agua y el sudor, hasta que en la noche, el sueño los venció. En plena selva, durmieron uno sobre otro, arropados apenas por las ramas de los árboles. A la mañana siguiente, un poco más descansados, caminaron un poco hasta llegar a una plantación de coca. Aunque quisieron pasar de incógnito, un raspachín los descubrió. Y los delató.
Pocos minutos después, estaban rodeados. Esta vez por milicianos al servicio de las Farc. Uno por el frente, venía con la mano al cinto, apretando una pistola. Por detrás, un grupo de cinco intentaba sorprenderlos. Entonces se encendió la balacera. Cercados como estaban, tuvieron que usar las granadas. En medio del humo y las detonaciones, vieron que ‘Carnaval’, uno de los cinco que quedaban, cayó herido. «Nos tocó dejarlo ahí», dice Rafael. Los cuatro que sobrevivieron siguieron corriendo, sin rumbo. Intentando caminar de noche, y descansar de día. El cuarto día el hambre ya se hacía insoportable. Sus ropas estaban destrozadas y de nuevo estaban perdidos. Por eso, cuando divisaron una casa en medio de un cocal no dudaron en entrar. El campesino se negó a ayudarlos. Pero a esas alturas de su huida, no aceptaron una negativa como respuesta. «Tuvimos que amenazar al tipo para que nos diera comida», cuenta Camila. Pistola en mano, comieron arroz, sopa, carne, huevo y plátanos. El campesino, intentando ser amable, les dijo que a 50 metros estaba la carretera a Santo Domingo, y les ofreció dormida en una cabaña donde se procesa la coca. Pero era evidente que el hombre intentaba tenderles una trampa para entregarlos a las Farc. Entonces, decidieron seguir su camino esa misma noche.
Al cabo de muchos kilómetros, con los pies sangrando, divisaron Santo Domingo, donde estaba su salvación. Se entregarían al Ejército y le pondrían fin a su pesadilla. No pasó mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que las tropas se habían ido. Por años, esta ha sido la casa de las Farc. Dejó de serlo temporalmente cuando entraron las tropas gubernamentales, pero una vez los soldados se marcharon, los guerrilleros volvieron a controlar el área. Desmoralizados, los desertores no sabían qué hacer. «Busquemos al cura», dijo Camila. Pero en ese caserío, perdido en La Macarena, no hay iglesia.
«A Richard, que es el menor de nosotros, se le ocurrió entonces que saqueáramos el pueblo. Él pensaba que podíamos entrar a robar ropa y comida»,cuenta Camila. Pero todos lo disuadieron. Discutieron por más de tres horas qué hacer. No podían entrar al pueblo porque estaba atestado de milicianos. Tampoco podían devolverse. Entonces, decidieron que Rafael entrara rápidamente a comprar comida. Y después emprenderían el camino hacia otro pueblo llamado Caño Amarillo donde, se rumoraba, también había Ejército. Así lo hicieron esa misma noche.
Al quinto día de su travesía, estaban a punto de rendirse cuando se encontraron con un campesino que les dijo: «Todo el mundo sabe que ustedes son los desertores. Los están buscando por todas partes». El hombre, inspirado en una profunda compasión, decidió ayudarlos. Les llevó comida y les prometió que encontraría al Ejército. Rafael y Camila le entregaron 50.000 pesos para que viajara hasta donde fuera necesario. A su regreso, el hombre trajo un recado. Que caminaran hasta un sitio conocido como Casa de Tabla y de allí llamaran por celular al mayor Beltrán, comandante del Batallón que opera en la zona. Llegar hasta el sitio, ayudados por el campesino y la brújula, les tomó dos días más.
A las 3 de la tarde del octavo día, divisaron Casa de Tabla, un paraje con apenas unos cuantos ranchos, y una cabina telefónica. Tal como les indicó el oficial, llamaron al número celular, mientras los habitantes del sitio se arremolinaban a observarlos. Estaban acabados, la ropa hecha jirones, la mugre de una semana se les veía en la piel, olían a selva y aún llevaban consigo las pistolas. El mayor Beltrán les dio indicaciones claras. Debían caminar hacia el puente sobre el Caño Blanco, a unos 40 minutos de allí. Los soldados les harían una señal quitándose la gorra. Con los últimos 20.000 pesos que tenían, contrataron un carro. Eran casi las 5 de la tarde cuando se vieron solos en el puente. Rafael alcanzó a pensar que les habían tendido una trampa. «Nos van a disparar y legalizar después diciendo que somos guerrilleros que cayeron en combate», pensó. Camila tenía un nudo en la garganta. El esfuerzo para evadir la muerte parecía infructuoso. No tenía alientos para seguir corriendo. De nuevo, se sintió como una semana atrás: condenada a muerte. De repente empezó a ver hombres de camuflado a su alrededor. Antes de caer en pánico, vio que los soldados le hacían señas quitándose las gorras. Aún con miedo, los desertores levantaron las manos y entregaron las armas. Estaban a salvo. Su odisea había terminado.