Si usted sale a la calle y le da un codazo en la cara al primer individuo que se encuentre, probablemente será detenido por las autoridades sin necesidad de que nadie lo denuncie, y será imputado de delitos que pueden ir desde las lesiones graves hasta el intento de homicidio, según sea el criterio de los fiscales. Si usted se coloca unos botines y hace lo mismo durante un juego de fútbol le pueden mostrar una tarjeta amarilla o una roja, y si el comité disciplinario de la liga local determina que usted actuó con ánimos de violencia, podrían suspenderlo por un número de juegos que en España –por ejemplo- no excede la docena.
La historia del fútbol (sin duda alguna el deporte más popular del planeta) está llena de episodios violentos, en los que los jugadores resuelven sus disputas a puños o a patadas sin que los estados en los que esto sucede tomen cartas en el asunto. El rodillazo que el arquero alemán Harald Schumacher le propinó al delantero francés Patrick Battiston en el mundial de España 82 y el golpe del defensor sevillano Javi Navarro que casi mata al delantero del Real Mallorca Juan Arango, en marzo de este año, son ejemplos memorables.
En todos estos casos –salvo excepciones que confirman la norma- las fiscalías y los tribunales penales se han cruzado de brazos, dejando pasar auténticos delitos flagrantes, a menudo cometidos ante los ojos de millones de personas, gracias a que son transmitidos por televisión.
Pareciera que los jugadores, los clubes y aún más los estados donde se practica este fabuloso deporte han llegado a un acuerdo no escrito según el cual lo que sucede en la cancha se resuelve dentro de ella, por más grave que sea el asunto. Las víctimas como Battiston o Arango no pueden acudir a las cortes penales pues serían execrados del circuito futbolístico regido por una institución con más países afiliados que las propias Naciones Unidas: la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA).
La FIFA opera como una suerte de gobierno supranacional para los asuntos del fútbol, y todo lo que rodea la organización y realización de los juegos. Su norma más importante es el Código Disciplinario, que se aplica sobre las asociaciones nacionales y sus miembros, “en particular los clubes”; los árbitros, los jugadores (hombres o mujeres), personas o entidades autorizadas por la federación para organizar un evento y, finalmente, los espectadores.
En el artículo 47 de esa norma, por ejemplo, se establece que “un jugador que deliberadamente asalte a alguien físicamente o dañe su salud será suspendido hasta por 4 juegos”. Esta pena se reducirá a la mitad si no se verifica un daño físico.
Es lógico que esta federación intente colocar bajo su jurisdicción la mayor cantidad de incidencias posibles dentro de los 5 mil metros cuadrados que hacen un gramado profesional, así como las gradas que lo rodean. Esa es una expresión más del poder de esta organización. Un poder que deriva no sólo de la cantidad de afiliados a lo largo y ancho de todo el mundo, sino también de toda la actividad económica que se desarrolla en torno a este deporte. El presupuesto de gastos operativos para la FIFA en 2005 supera los 700 millones de euros, según cifras oficiales. Pero esto no indica las verdaderas fortunas que moviliza el fútbol por concepto de publicidad, ventas de artículos y “mercadeo” de jugadores. Todo un supraestado.
Lo que no tiene explicación es que los estados, tradicionalmente tan celosos en cuanto a la preservación de su soberanía, se crucen de brazos cuando se trata de aplicar sus leyes penales para sancionar hechos de violencia manifiesta y dolosa entre los jugadores. Esa “impunidad” podría ser la explicación para otros sucesos más graves que se reportan antes y después de los partidos, tanto en las gradas como en las proximidades de los estadios.