El escándalo suscitado en Venezuela a raíz del asesinato de tres estudiantes universitarios durante la noche del lunes 27 de junio en el oeste de Caracas es solamente una muestra más de toda una cultura arraigada entre los funcionarios de aplicación de la ley, según la cual es posible imponer en las calles la justicia que los tribunales no imparten.
Si hiciéramos un repaso a la prensa de los países latinoamericanos nos daríamos cuenta de que estas aberraciones no se circunscriben solamente a Venezuela. Las denuncias sobre abusos policiales abundan en México (masacres en el estado de Sinaloa), Guatemala, Colombia y Brasil (ejecuciones de la Policía Militar).
En el caso venezolano la verdad afloró con extremada rapidez debido a la denuncia publicada durante varios días consecutivos por los medios de comunicación escritos, y a que las más altas esferas del Poder Ejecutivo no intentaron reproducir las maniobras de encubrimiento aplicadas por los jefes de las divisiones de la policía judicial y de la Inteligencia Militar encargadas de investigar directamente el suceso.
Estas maniobras fueron tan burdas que no aguantaron el menor análisis, tan poco delicadas que llaman a preocupación. Uno podría concluir que el procedimiento de “sembrar” evidencias con la finalidad de que un triple asesinato pareciera un enfrentamiento es cosa tan común entre los organismos policiales que sus integrantes apenas toman algunas precauciones básicas, nada sofisticadas pues están seguros de que sus “compañeros” encargados de hacer las averiguaciones posteriores eliminarán cualquier vestigio del crimen.
Quebrar el mecanismo de la solidaridad policial no es cosa fácil. Por eso hay que aplaudir al gobierno venezolano, pues al menos en esta oportunidad hizo lo correcto. Y no podía ser de otra manera. Días atrás el representante de ese Estado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos tuvo que admitir los abusos de los funcionarios policiales y militares durante la suspensión de garantías constitucionales que siguió al deslave en el estado Vargas, en diciembre de 1999.
Este y otros hechos como la masacre de El Amparo, en 1988, son los indicadores de una práctica cotidiana, propia de los países afectados por la fragilidad de sus instituciones democráticas. En algún lugar del cerebro, todo policía cree poseer el don y el derecho de quitar la vida de los delincuentes, en el ejercicio del deber. Lo peor de todo es que el ciudadano común avala esta práctica. Lo hace con su silencio y a veces con su aplauso, cuando ve en las calles el cadáver de un “azote de barrio”. Lo hace también cuando participa en los linchamientos que vemos en las “comunas” colombianas, las “favelas” de Brasil y los “barrios” venezolanos.
Nadie cree en los mecanismos de la justicia formal. El delincuente es tomado in fraganti y a las pocas horas está de nuevo en las calles debido a tecnicismos legales. La ley pareciera operar a favor de quien la viola, y en cambio se muestra muy dura con el ciudadano común. Mientras esta inversión de los valores que rigen al sistema de administración de justicia continúe operando, tendremos a policías propensos a presentar a sus hampones en la “corte celestial”.