En enero de este año, el presidente de Estados Unidos George W. Bush fue demandado ante una corte federal del distrito de Manhattan (Nueva York), al confirmarse oficialmente la denuncia publicada por The New York Times en torno a la vigilancia telefónica ejercida por varias agencias gubernamentales, con el pretexto de la lucha antiterrorista.
Las escuchas eran efectuadas esencialmente por la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), especializada en este tipo de tareas, y de acuerdo con la información de prensa abarca esencialmente a las comunicaciones dirigidas a lugares considerados de intensa actividad terrorista.
En Estados Unidos, así como en otras partes del mundo, la vigilancia a las comunicaciones (ya sean telefónicas o a través de cualquier otro medio) debe ser autorizada por un tribunal, luego de tomar en consideración evidencias que lo justifique. La solicitud debe estar bien sustentada, pues de lo contrario se incurre en una violación al derecho constitucional a la privacidad, amparado en todos los regímenes democráticos que valoran las libertades individuales.
Pero en el caso estadounidense, para llegar a la escucha de llamadas es necesario recorrer un camino algo tortuoso. Por ejemplo, en primer término se toma en consideración solamente el registro de números marcados. También se corrobora que el número de origen tiene comprobada importancia para la averiguación, pues es utilizado por los “objetivos” de la pesquisa policial. Finalmente, cuando la intervención a una línea es autorizada, el agente tiene que evitar cualquier interferencia con la vida privada de las personas, y debe consignar en sus informes únicamente lo relacionado en forma directa con la actividad criminal del sospechoso. Lo demás, en resumen, resulta irrelevante.
Todo esto configura lo que se conoce en la legislación estadounidense como el Título III. La violación a esta disposición constituye un delito federal, de especial gravedad cuando la orden emana de las más altas esferas del Gobierno. Las reformas a la legislación que protege la privacidad a las comunicaciones han sido propuestas por el Buró Federal de Investigaciones, en fecha posterior a los ataques terroristas de 2001, y apuntan esencialmente a eliminar los filtros tribunalicios en cuanto a la selección de los objetivos, y también a prolongar los lapsos de vigilancia. No obstante, a pesar de los cambios, la intervención a las comunicaciones debe ser autorizada previamente por un juez.
La lucha contra el terrorismo tiene una importante base moral. Si se lleva a cabo en aras de proteger la democracia y las libertades civiles, ¿cómo es posible aplicar en su desarrollo procedimientos reñidos con tales valores? En otros términos, no se puede invocar por una parte la defensa de la libertad cuando por la otra uno se hace de la vista gorda ante violaciones flagrantes a la privacidad individual. En todo esto hay que guardar cierta coherencia.
Lo que más sorprende de todo esto es que cada vez hay más personas dispuestas a “comprender” que es necesario hacer concesiones a estas libertades para preservar el sistema. Es la lógica defendida en grandes series de televisión, como 24 o Los 4400, en la que un grupo de individuos ungidos por el poder se permiten algunos excesos, para que al final triunfe el bien. El problema es que en la vida real la línea divisoria entre lo legal y lo criminal debe ser preservada a todo trance por los agentes de “aplicación de la ley” (que es como ellos mismos se denominan). El primero de ellos, por cierto, es el Presidente. De lo contrario ¿quién lo hará?