Persiguiendo a Mr. García
Para infortunio de más de 12 millones de indocumentados en Estados Unidos, la inmigración se ha convertido en los últimos meses en el tema tabú de las elecciones presidenciales. No hay debate en el cual la reforma migratoria no salga a relucir y le cause problemas a más de un precandidato. En el más reciente encuentro de los aspirantes republicanos, dos de los más opcionados, el ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani y el ex gobernador de Massachussets, Mitt Romney, cruzaron acusaciones sobre quién había sido más blando con los inmigrantes ilegales durante su administración.
Los candidatos demócratas tampoco han sostenido su tradicional apoyo a las minorías. Tras la propuesta del gobernador de Nueva York de dar licencias de conducir a los inmigrantes ilegales, Hillary Clinton, senadora del mismo Estado, recibió ataques tan duros que el gobernador archivó la idea. El republicano John McCain ha visto su intención de voto reducida por su respaldo a una reforma migratoria generosa con los indocumentados.
De las masivas manifestaciones de la primavera del año pasado no queda mucho. El momento político para la aprobación de una reforma migratoria no sólo está cerrado sino que crecen los riesgos para cualquier político que la defienda. Según las encuestas, la mayoría de la opinión pública quiere más control a los inmigrantes ilegales, pero apoya mecanismos para legalizarlos. Sin embargo, la estructura de la campaña presidencial -elecciones primarias estatales por partido durante el primer semestre del 2008- hace que los precandidatos estén muy atentos a los vaivenes de la opinión local. En muchos estados del medioeste y el sur, los ilegales son acusados de sobrecargar el gasto social y presionar los salarios a la baja.
Una oleada de retórica contra los indocumentados recorre no solo la campaña política sino también programas de opinión en radio, televisión e Internet. A cada informe que resalta los aportes de la mano de obra inmigrante a la economía se contrapone otro, sobre los efectos negativos de los millones de ilegales en los presupuestos de la salud, las escuelas y la asistencia social. No obstante, las cifras censales oficiales muestran que uno de cada ocho habitantes de Estados Unidos es inmigrante.
A esto se añade que en los últimos siete años la inmigración ha sido la más alta en la historia norteamericana: 10,3 millones de nuevos inmigrantes, más de la mitad de ellos con estatus ilegal. La gran mayoría de estos indocumentados proviene de países latinoamericanos, incluido Colombia, y tiene bajos niveles de educación. Para algunos expertos, cualquier solución de problemas que preocupan a la opinión pública estadounidense, como la cobertura de salud y la seguridad social, pasa por el reconocimiento de estos millones de inmigrantes.
Ante el fracaso del actual Congreso de aprobar el proyecto de reforma migratoria, E.U. carece de una política clara al respecto. Muchos estados y ciudades implementan sus propias políticas, que protegen o persiguen a los inmigrantes. Ciudades como Phoenix (Arizona), donde los policías no podían preguntar el estado migratorio a las personas, han optado por estrategias de mano dura. Es paradójico que en un país donde García y Rodríguez son dos de los diez apellidos más numerosos, la inmigración sea el anti-tema que los candidatos presidenciales quieran evitar a toda costa. Lamentablemente, las esperanzas de miles de Míster García para legalizar su situación no serán discutidas en las elecciones presidenciales del próximo año.
[email protected] Redactor de EL TIEMPO.