Por el derecho a nuestra seguridad

Por el derecho a nuestra seguridad
Hoy todos de alguna u otra manera estamos preocupados por el fenómeno de inseguridad ciudadana en el que vivimos. La pregunta es ¿por qué el aumento continuo de la violencia y delincuencia en la mayoría de nuestros países? Sin duda, los Estados no se han preocupado en los últimos años por modernizar, de manera integral, los cuerpos policiales, las fiscalías, el poder judicial y los sistemas penitenciarios, que son los principales eslabones de la seguridad pública.
El concepto de seguridad pública es el conjunto de políticas y acciones articuladas que tienden a garantizar el orden público y la convivencia pacífica y deberá estar siempre sujeta a la fiscalización y rendición de cuentas a la sociedad. La seguridad pública es un importante brazo para el desarrollo económico y social de un país.
El parámetro común a todas las medidas, y a muchas propuestas, es que la solución a la corrupción policial se va a producir de manera aislada de otros cambios en el medio político. Nada más lejos de la realidad. La democratización efectiva del país, en este sentido, no es la panacea que acabará de un plumazo con esta delicada situación pero sí que, al hacer más responsables a los políticos de sus actos como funcionarios públicos, será un medio que allane esta transformación.
El mejor servicio frente a la delincuencia que podrían hacer los políticos sería separar el Estado del sistema político. Renovar la visión del Estado como aparato al servicio de los ciudadanos y no de intereses particulares es la condición necesaria para frenar la ola delictiva. La condición suficiente será la depuración policial.
Existen un buen número de democracias bien establecidas que no han sido capaces de acabar con la corrupción de sus agencias de seguridad. La estructura piramidal de la corrupción policial es una situación bien estudiada y habrá que tratar de quebrarla desde arriba. En este punto deberán revertirse dos tendencias muy arraigadas.
Primero, habrá que pensar no sólo en depurar las fuerzas de seguridad, expulsando a los policías corruptos, sino encarcelarlos, lo cual implica una gran inversión de tiempo y recursos en acumular pruebas, tanto contra ellos como contra los jueces prostituidos. En un primer momento esta situación provocará una contracción de recursos dedicados a otras áreas pero los efectos serán multiplicadores.
Bien es sabido que los policías son expertos en aprender en cuerpo ajeno. Hasta el momento utilizan su sagacidad para imitar medios de extorsión, en este caso podría servir para ahuyentarla. Segundo, la prensa deberá jugar un papel mucho más activo que el que ocupa actualmente, restringido a constituirse en altavoz del malestar popular.
Si bien rentable, en términos económicos y políticos, esta postura de los medios de comunicación no favorece el establecimiento democrático sino que genera efectos perversos. Se necesita de los medios de comunicación que denuncien la corrupción, pero no sobre la base de «fuentes fiables» nunca citadas, que suelen ser interesadas y que se pierden en un marasmo de acusaciones y sospechas que provoca una confusión apocalíptica y el descrédito completo de la clase política, sino tomando la ardua tarea de una verdadera investigación periodística.
Esta debe ser capaz de acumular pruebas contra aquellos a quienes se inculpa, tomando en cierto modo, y temporalmente (¡ojo a la prensa como cuarto poder!), el papel que los jueces han abdicado por su servilismo al poder. En la lucha contra la delincuencia se engloba y culmina el largo combate por la democracia. Si la democracia es incapaz de garantizar los derechos individuales más mínimos como son el de la propia seguridad, la utilidad de la democracia es microscópica para los ciudadanos y enmascara sus carencias en grandes palabras huecas.
La experiencia histórica demuestra que la inseguridad es mucho más nociva para la democracia que la crisis económica. Para establecer las verdaderas causas de la delincuencia, se debe hacer un análisis a partir del desarrollo social, la cultura, la educación, los valores y otras dimensiones, siendo consideradas como parte vital de este estudio las desigualdades sociales, el desempleo juvenil, el deterioro y violencia familiar, entre otros factores.
Como alternativa tenemos la via punitiva donde se propone, incluso, modificar la ley penal e incrementar el efectivo policial para castigar al delincuente, lo cual genera denuncias de ONG´s relacionadas a los derechos humanos.
La vía preventiva obtiene efectos positivos a corto plazo por la celeridad de los programas de rehabilitación; aunque a mediano y largo plazo los índices delincuenciales suben, ya que no se ataca directamente el problema de la pobreza, aumentando con ello drásticamente la población carcelaria.
En América Latina la tesis punitiva tiene amplias posibilidades de prosperar, aunque es incoherente con la premisa: “es más barato educar que reprimir”. Se corre un grave riesgo cuando en un país con trayectoria democrática, se “criminaliza la pobreza”, sin apuntar a las causas estructurales del problema.
Es un problema pendiente en la agenda de los diferentes niveles de Gobiernos, con el agravante de que la delincuencia en los últimos años aumentó tanto en su complejidad como en su violencia. El crecimiento de los delitos violentos se genera, entre otros factores, por la exclusión de amplios sectores sociales. También por una equivocada respuesta por parte de las instituciones de seguridad pública, justicia y centros penitenciarios, donde no es una novedad el estado calamitoso en el que se encuentran la mayoría de las prisiones en Latinoamérica, el hacinamiento, la falta de seguridad y control así como la corrupción, que son moneda común.
Urge trabajar en profundas reformas penitenciarias que permitan realmente reinsertar a los internos a la sociedad luego de que estos cumplan sus condenas. Tengamos en cuenta que más temprano que tarde muchos de esos delincuentes avezados volverán a nuestras calles, salen con un mayor resentimiento, más violento, con nuevos contactos en el mundo del hampa y con un mayor conocimiento de delitos.
Por ello, la importancia de trabajar para descongestionar y humanizar los establecimientos penitenciarios, que exista una clasificación adecuada para los internos, que las cárceles sean realmente seguras. Mucho se opina sobre la situación de las cárceles pero nada mejor que haber trabajado en ellas para poder comprender la magnitud de ese drama que son las prisiones.
Al haber trabajado un año en la alta dirección de los centros penitenciarios en mi país, me permitió conocer qué hay detrás de lo visible, la violencia y la brutalidad son cosas de todos los días, para describir en pocas palabras la vida en las prisiones podría decir que los «internos tienen mucho de nada».
La cárcel es, en la práctica, el último poder que un Estado ejerce sobre un ciudadano, pero, ¿qué pasa cuando éste se equivoca y un inocente ingresa a ese infierno de las prisiones? Hay una falta de ética y sensibilidad humana impresionante en las cárceles, en cuanto a atención medica, alimentos, aseo y condiciones de higiene, fondos que no llegan completos, facturaciones dudosas, sobreprecios, sobornos, especulaciones, mercadería ilegal como las drogas, todo un submundo.
Las prisiones son el patio trasero de nuestras sociedades y tan solo cuando se produce un violento motín volteamos los ojos hacia ellas, para hacernos una idea de la velocidad con que está creciendo el delito en todo el mundo. Veamos que en el Estado de California en los EE.UU., desde el año 1980, se han construido más de 20 prisiones, sin embargo, la población carcelaria aumentó casi 5 veces más y eso es lo que está sucediendo en la mayoría de los países.
Finalmente, los ciudadanos están cada vez más preocupados en su seguridad, son concientes de que los riesgos en las calles se han multiplicado y piden una mayor eficacia como respuesta de la seguridad pública. Para ser habitable, una ciudad debe también ser «segura».
Por ello, la seguridad no puede ser solo la de algunos de sus habitantes, sino que debe ser la seguridad de todos, una seguridad compartida por todos los actores de la ciudad, una seguridad dinámica y no fija, asumida por todos, y no solamente por los cuerpos de policía. Una ciudad segura es la ciudad de todos, sin excepción. La seguridad de una ciudad no puede entonces estar fundada sobre la discriminación, sobre ninguna forma de discriminación, ni siquiera en aquella que haría la distinción entre habitantes «violentos» y «no violentos

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