JAMES C. McKINLEY Jr. / The New York Times
LA HABANA
Como muchas prostitutas que practican su profesión en los bares oscuros y las discotecas cercanas a los hoteles turísticos de aquí, María dice que ella no sale todas las noches. Pero cuando el dinero escasea y su hijo de 12 años tiene hambre, ella se pone una minifalda roja, se maquilla y se va para el bar El Conejito, un punto de encuentro no precisamente discreto.
»La mayoría de los turistas vienen buscando muchachas, tabaco, cosas que no se consiguen igual en sus países», dice ella. «Ellos dicen que las mujeres cubanas son muy ardientes».
María tiene 36 años e insistió en que no se publicara su nombre, y dijo que le preocupa contraer el sida, de modo que ella obliga a los clientes a que utilicen siempre condones. Está bien informada sobre la enfermedad, el año pasado le hicieron el análisis dos veces cuando estuvo detenida por prostitución. Desde entonces dice que se somete al análisis con regularidad, voluntariamente, en las clínicas donde se hace gratis.
Una década después de que el colapso económico obligó a miles de jóvenes de ambos sexos a prostituirse, Cuba se ha convertido en una especie de anomalía en Latinoamérica: un destino para el sexo turístico donde el sida no se ha convertido aún en una pandemia descontrolada.
Cuba tiene el nivel de infección más bajo del hemisferio occidental, menos del 0.1 por ciento de la población, según dice la Organización Mundial de la Salud (OMS). El nivel de infección en Estados Unidos es seis veces mayor, y el nivel en Cuba está muy por debajo del de muchos países vecinos en el Caribe y en Centroamérica.
No es que eso quiera decir que la enfermedad no se esté propagando allí también, y algunas personas ajenas al gobierno afirman que la próspera industria del sexo ha contribuido a ello. El 3 de julio de 1998, el gobierno cubano dijo que 1,980 personas habían tenido análisis de VIH con resultados positivos de 1986 en adelante. Después de 1998 salieron a relucir 3,879 casos más, según las estadísticas oficiales reveladas por funcionarios de salubridad. En sólo seis años, la cifra casi se ha duplicado.
»Creo que la epidemia ha seguido creciendo», dice el reverendo Fernando de la Vega, un sacerdote católico que administra un programa para personas con sida en la iglesia de Montserrat, en la Habana Vieja. «Tenemos que confrontar los hechos. Hay una porción de turistas, en su mayoría europeos, que vienen a Cuba a pasar un buen rato, y ese buen rato incluye actividad sexual».
A principios de los años 90, en Cuba se ponía en cuarentena a las personas que tuvieran el virus, y todavía aquéllos que dan análisis positivos tienen que pasarse de tres a seis meses en uno de los 13 sanatorios de sida del gobierno cubano, donde reciben tratamiento y asesoramiento sobre cómo sobrevivir con el virus y cómo evitar transmitirlo. Los funcionarios del gobierno dicen que una vez que salen de esos hospitales, hay trabajadores sociales que siguen manteniendo una estricta información sobre estas personas.
Los bajos niveles de VIH en Cuba y lo barato que es el sexo comparado con otros lugares han convertido a la isla en un punto turístico ideal para turistas hombres en busca de mujeres.
En La Habana, el comercio sexual se hace obvio después del crepúsculo. Alrededor de las 10 p.m., mujeres jóvenes en reveladores atuendos empiezan a reunirse cerca de los principales hoteles turísticos, preguntándoles a los hombres si quisieran ir a algún cabaret, donde generalmente tendrá lugar alguna proposición de sexo por dinero.
Las »trabajadoras sexuales», conocidas como »jineteras», que andan en busca de clientes, también se pueden observar en ciertas discotecas y barras o buscando autos que las recojan en el Malecón, la principal autopista que separa a La Habana del mar.
El gobierno persigue periódicamente a la prostitución, según dicen. En los clubes hay policías encubiertos buscando prostitutas y un arresto puede dar lugar a una condena de dos años.
Pero algunas mujeres dicen que mantienen relaciones con »chulos», para que les paguen a la policía. Esos individuos acechan frente a los hoteles y guían a turistas a las barras donde las mujeres esperan. En una noche reciente, un chulo estaba trabajando en el perímetro del Hotel Meliá Cohíba, tratando de persuadir hombres a que fueran al Copa Room, una discoteca del cercano Hotel Riviera.
»Si usted ve adentro a una chica que le guste, me dice si ella puede dirigirse a su habitación», dice el individuo, que sólo dijo llamarse Carlos. »Los hoteles generalmente no permiten que las jineteras suban a los cuartos», añadió guiñando un ojo. «Pero con dinero, todo es posible».
En su mayor parte, las mujeres que trabajan como prostitutas dicen que están tratando de conectarse con alguien que las saque de Cuba o les pueda brindar ingresos fijos. Muchas son sólo prostitutas parte del tiempo, que sólo se prostituyen cuando sus miserables salarios gubernamentales se les acaban.
Hace poco, Hermita, de 28 años, secretaria en una escuela en la que gana unos $8 al mes, paseaba por la noche en busca de turistas cerca del Hotel Inglaterra, en la Habana Vieja. Tiene una hija de dos años de un matrimonio que no duró y dijo que necesitaba el dinero para comprar alimentos, ropa y zapatos.
»Cuando estoy con un turista, trato de estar con ellos todo el tiempo que estén aquí», explicó. »Más que nada es por el dinero». Sin embargo, idealmente no le importaría «conocer uno, casarme con él y poder viajar sin tener que irme del país para siempre».
María A., de 23 años, dijo que dejó de trabajar como peluquera y comenzó a tener relaciones con turistas hace dos años. Comentó que casi llega a ser »rica» cuando un italiano, varios años mayor que ella, aceptó pagar por un apartamento. Pero agregó que en otra visita pelearon y ahora está de nuevo en la búsqueda. Mientras tanto, recibe de $40 a $70 por noche por cualquier turista que pueda llevar a una casa de huéspedes con la que tiene un arreglo mutuamente beneficioso.
»Nadie hace esto porque le gusta», dijo, fumando un cigarrillo. «Me gustaría casarme para salir de esto».
Al preguntarle sobre el sida, María se encogió de hombros. »Nos cuidamos, nos protegemos, usamos condones», dijo. «Cada seis meses me hago una prueba con el médico».