La protesta contra la guerra en Irak tuvo múltiples manifestaciones. Algunos grupos, a un lado y otro del Atlántico creyeron que vetando el consumo de ciertos bienes podrían afectar, aunque fuese simbólicamente, los intereses o la imagen de sus opositores políticos.
En Francia, relataron los despachos internacionales, grupos pacifistas exigieron a la población que no consumiesen en las grandes cadenas de comida rápida, con McDonald´s a la cabeza, en expresión de rechazo a la decisión del señor George W. Bush de enviar tropas para derrocar al régimen de Saddam Hussein. El gobierno de ese país europeo, de hecho, no apoyó la invasión.
En la cafetería de la Casa Blanca, mientras tanto, ya las papas fritas no se llamarían french fries, y de ahora en adelante tampoco servirían tostadas francesas: ambas se llamarán, respectivamente, papas y tostadas «de la libertad».
Estas son versiones endulzadas de los ataques con piedras a los restaurantes de hamburguesas en todo el mundo, al igual que las arremetidas de los trabajadores de Detroit contra los vehículos de marca japonesa. Si bien es cierto que tales acciones sirven para expresar el rechazo hacia determinados gobiernos o sectores de la economía, en un mundo globalizado resultan poco menos que absurdas.
Pensemos, solo por un instante, cuántos componentes son utilizados para la fabricación de una lata de Coca-Cola. Desde el aluminio del envase hasta los ingredientes básicos de la gaseosa, la gran mayoría de los insumos son adquiridos en países del llamado Tercer Mundo. La coca, por ejemplo, es sembrada por los campesinos de las yungas bolivianas, cercanas a La Paz. El aluminio puede pertenecer a las fundiciones locales o de los países cercanos al centro de consumo mientras que el endulzante, en el caso americano, puede ser producido en países de Centroamérica, Venezuela o Colombia.
En el caso de McDonald´s se aplica una estrategia de reducción de costos que pasa por la adquisición de materia prima fabricada en los países donde el restaurant opera, siempre y cuando éstas se adapten a los patrones trazados desde Chicago, donde está la sede central de esa organización.
Hace 20 años, las campañas de veto al consumo de ciertas marcas pudieron ser efectivas herramientas de protesta. Ya no lo son del todo. Durante los años 80, el presidente de Coca-Cola Robert Goizueta adelantó un proceso de expansión en todo el planeta, resumido en el eslogan «pensar en términos mundiales, pero actuar en términos locales». Las campañas contra la marca en alguna localidad pueden expresar un sentimiento contra el «imperialismo yanqui», pero en el fondo quienes terminan más afectados por una eventual disminución en el consumo de ese producto o servicio no serán los estadounidenses sino los cientos de trabajadores que esa industria contrata en el propio lugar.
La protesta podría ser diseñada en términos más constructivos que el mero prohibicionismo. Al finalizar el año pasado, relata Adan Hanft en la revista INC., el tunecino Tawfik Mathlouthi lanzó al mercado una bebida destinada a competir con la gaseosa más popular del mundo, al menos en el ámbito de las comunidades árabes: Mecca Cola. El articulista observa que esta marca es una «manifestación potable de la hostilidad hacia América», y ya ocupa un espacio en las estanterías de los supermercados parisinos. De esta forma, por lo menos, los desempleados de una industria serán reenganchados en la otra.